Por la pradera interminable vaga
un alma en soledad sin rumbo fijo
a la que nunca Dios habló o bendijo,
a la que el viento arrastra y, como daga
incrusta tras los ojos cada llaga
abierta, en la promesa de un cobijo
que jamás llegará de un crucifijo
ni de nada del cielo, o de su plaga.
Amamanta el recuerdo la agonía
a medida que el campo se redime
de su miseria en hierbas y colores.
Y oculta, como el sol al fin del día,
un resplandor perfecto, una sublime
metáfora fugaz, como las flores.