La conocí en la tarde de la vida,
llevaba su sombrero de ilusiones,
su falda de silencios y pasiones;
su blusa, más de dos veces zurcida.
Me dio la mano y, juntos, la avenida
cruzamos, como tantas ocasiones
después lo hicieran nuestros corazones,
camino de sanarnos cada herida.
Pero entonces, no sé lo que pasó
(o tal vez sí). El caso es que se fue
y fue su adiós en mí melancolía.
Ahora ya lo acepto, ¿y por qué no?
No hay más ciego que aquel que no se ve.
Todo termina, hasta el amor, un día.