Y es en esa palpitación navegable,
como una frente que se yergue
de su mástil incoloro, y sujeta,
con fiereza animal, la deshabitada
almohada a mi cabeza;
así, en la nuca, en los
trémulos labios, en la nieve derretida
de mis lágrimas, llevo
el dolor físico, tantas veces mortal,
de tu ausencia, madre. Y sé que estás
ahí, desvanecida por instantes, recuperada
por mí, que te recuerdo.
Por mí, dos pares de ojos que hienden la hondura
de los crepúsculos compartidos y amados.
Oh vida, qué letal y austera, ahora.
Llevo demasiado tiempo sangrando
tu carne infinita, el milagro de nuestra existencia,
antes sin palabras.
Llorando con fuerza
hasta herirme los puños.
Convertido en un mausoleo de tus voces
y ecos, de tu realidad inmensa, y de tu presencia
constante, infatigable, elijo esta soledad,
coetánea de la luz y del día-.
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