La vida sabe.
Solo soy una mota
de polvo en el desierto.
Miro de frente,
que no me distraigan
las laderas del camino.
Miro de frente
y solo veo una nebulosa,
una masa informe,
una nada que pronunciarse.
Miro de frente
y me voy quedando
sin horizonte —el cielo
se va despidiendo con la tarde.
Miro de frente
y ahí permaneces, en la mente,
dibujado en el aire tu recuerdo,
y me sale una sonrisa.
Miro de frente
y sobre los árboles
que me van dando sombra
oigo revolotear un pájaro.
Me paro abajo y miro arriba,
y después de mirar quieto
el quehacer del ave, prende el vuelo.
Sigo el camino, miro de frente.
Mi pensamiento sigue atado,
y discrepo entre el corazón
y el cerebro —este piensa
que debes ser pasado simple,
y aquel, que no piensa, siente
que presente continuo, que hay camino
para caminar juntos.
Miro de frente y te sigo pensando.
Dejar atrás una intensidad es tan difícil...
El silencio pesa y la ausencia ocupa
un espacio precioso dentro de mi hatillo.
Cuando me paro al borde del camino
para echar mano al escaso alimento
que guardo por si acaso, cojo tu recuerdo,
tu ausencia y tu silencio y me hago un caldo,
desayuno mirando al cielo, sintiendo el vello
erizarse al roce de la brisa que me va peinando,
te voy desayunando, untando en mi tostada
la crema color calabaza en que tu historia
se ha convertido, y la acompaño de café solo,
para que el sueño no juegue en mi contra.
Tu peso en la espalda no me impide
andar inhiesto, de frente, teniendo ojos
para el horizonte, para el barquillo pequeño
que en alta mar parece lento y corre al viento
a la velocidad de un rayo.
Miro de frente
y aunque el día esté nuboso sigo firme,
con la ilusión del que no sabe qué le espera,
como el niño que cree todavía en los Reyes
cuando ha visto con sus propios ojos, de noche,
a sus padres colocar los regalos al pie del árbol.
Miro de frente
y sigo llevando a cuestas, cual cristo
sentenciado, el fardo pesado que me resta.
Miro de frente
y al tiempo que vivo el paisaje
que va viniendo te tengo presente.
Dicen que lo que se agarra con fuerza
es difícil quitarlo, que desaparezca.
No se trata de desaparecer, sino
de que no pese.
Mi hatillo a la espalda es escaso, te llevo dentro,
y la gravedad sobre ti me pega contra el costado
—no puedo dejarte abajo, sobre la tierra que piso,
porque dejarte sería dejarme un trozo del alma.
Debo seguir, mal que me pese, y que ese peso
vaya diluyéndose con la erosión que el rayo
produce contra aquello que toca en exceso.
El sol, es cierto, va contra la espalda mientras
la luna se alza delante, como estrella de Belén,
y me sirve de inspiración cuando me siento,
cuando veo una piedra con forma suficiente
y enlazo unas palabras hasta que me sale poema.
Cuando lo termino ordeno de la mejor manera
los utensilios que me han valido en la escritura,
empujo la planta de los pies contra el suelo
y la energía de la tierra me recorre el cuerpo
de abajo arriba, y es alimento al caballo
que galopa dentro con la crin al viento
y bebiendo libertad.
Sigo el camino, miro al frente de nuevo....
En ese recodo que veo
adivino un abrevadero —me paro a llenar
la cantimplora y a refrescarme del polvo
de este desierto tan extenso.
Después de las abluciones y de rezar a Alá
el todopoderoso, padre del cielo y la tierra,
me siento en el brocal de la alberca, y leo.
Necesito reponer fuerzas, la espalda se queja.
Cuando venga la próxima alba os cuento;
sigo el relato de una crónica que no termina.