Después de las palabras muertas,
de las aún pronunciadas o dichas,
¿qué esperas?. Unas hojas volantes,
más papeles dispersos. ¿Quién sabe?. Unas palabras
deshechas como el eco o la luz que muere allá en gran noche.
Todo es noche profunda.
Morir es olvidar unas palabras dichas
en momentos de delicia o de ira, de éxtasis o abandono,
cuando, despierta el alma, por los ojos se asoma
más como luz que cual sonido experto.
Experto, pues que dispuesto fuese
en virtud de su son sobre página abierta,
apoyado en palabras, o ellas con el sonido calan
el aire y se reposan. No con virtud suprema,
pero sí con un orden, infalible, si quieren.
Pues obedientes, ellas, las palabras, se atienen a su virtud y dóciles
se posan soberanas, bajo la luz se asoman
por una lengua humana que a expresarlas se aplica.
Y la mano reduce
su movimiento a hallarlas,
no: a descubrirlas, útil, mientras brillan, revelan,
cuando no, en desengaño, se evaporan.
Así, quedadas a las veces, duermen,
residuo al fin de un fuego intacto
que si murió no olvida,
pero débil su memoria dejó, y allí se hallase.
Todo es noche profunda.
Morir es olvidar palabras, resortes, vidrios, nubes,
para atenerse a un orden
invisible de día, pero cierto en la noche, en gran abismo.
Allí la tierra, estricta, no permite otro amor que el centro entero.
Ni otro beso que serle.
Ni otro amor que el amor que, ahogado, irradia.
En las noches profundas
correspondencia hallasen
las palabras dejadas o dormidas.
En papeles volantes, ¿quién las sabe u olvida?.
Alguna vez, acaso, resonarán, ¿quién sabe?,
en unos pocos corazones fraternos.
VICENTE ALEIXANDRE