Ese silencio que llega con las flores,
con las brisas de cal,
en el día desmoronado
por la turba de sombras
que se empeñan en deshuesar
todas las voces arrastradas
por el aire de la ausencia
-ese silencio- es como un cementerio
que me ayuda a vivir
con todos mis muertos.
A esta hora hay silencio en todos los relojes,
mientras el miedo
-que huele a la carne- abraza
la herrumbre de todos los olvidos
en este suburbio de nada.
La luna -que también huele a sangre
y soledad- es como una mujer
con piel de sirena
que duerme
a diez metros de mi ventana.
Si acaso me abriera las venas
dudo que goteara algo;
No hay aire que rechina, no hay
pájaros de mal agüero,
no hay murmullos penetrantes
golpeando la puerta;
Ni la humedad oscura de la pena
se asoma esta noche;
En esta soledad espesa, de silencio
enajenado, la sangre
dormita, sueña con el calor inédito
de su memoria…
Y luego, te siento trepar en mi silencio,
con esa fiebre incombustible
que lo cambia todo…
Y luego, veo a la luna evaporar
a todas las sombras,
hermosa como una pupila
de amor,
ella tan sola y
condenada -como yo- a una eternidad.