Me despierto,
me siento al borde,
me levanto, voy hacia la ventana.
Abro las dos hojas, antes la persiana,
antes descorro la cortina.
El sol entra espléndido hasta llenar
el último recoveco de mi habitación.
Saco la cabeza sobre la línea
del alféizar y miro.
Recorro el paisaje de izquierda
a derecha, miro antes el celaje.
Veo al fondo el horizonte sinuoso
de una montaña, difuso, azul celeste,
que la bruma matiza hasta hacerlo pastel.
Me llama la atención cómo algunos
conjuntos residenciales superan ese horizonte
y otros tocan el borde, como respetando
el límite que imponen y la autoridad de ese límite.
Otros, en cambio —un conjunto de casas rojas—
tienen la osadía de trasvasarlo rompiendo
la uniformidad geométrica y el marco incomparable
que a modo de orla ofrece al fondo.
Esas casas rojas, trufadas de vegetación, sugieren
desde mi ventana la ilusión de una estancia feliz,
como si encerraran dentro vidas más satisfactorias
que las que viven fuera, como si el cielo bajara
y entrara por sus ventanas hasta hacerlas edén.
Alguien, una amiga creo, me dijo que vivía
en una casa con dos plantas, que cuando hablaba
conmigo por teléfono estaba descansando
en la planta alta, y que aprovechaba ese momento
con ella misma, antes de dormir, para confesarme
algo que le ardía dentro. No me dijo dónde vivía
exactamente, sé que no muy lejos de allí, pero me
imagino ahora que vive en una de esas casas
y que desde la ventana puedo ver su ventana,
que ella se asoma como yo para bañarse
de cielo y de luz antes de iniciar su rutina
y que mira con atención a ver si da en verme,
asomado, contemplando el paisaje como el que
inspecciona al microscopio una muestra
de bacilos sobre la transparencia de una platina.
Me encanta cuando entra un avión en escena,
sobre todo cuando vuelve al aeropuerto,
uno que está cerca de la zona que comprende
el paisaje, y se ven de un tamaño casi natural,
como si estuviera en frente para subir la escalinata
y adentrarme en un viaje, y lento va bajando hasta
desaparecer detrás de un frondoso árbol
que descansa sobre un edificio blanco, de oficinas,
o eso parece, y que sí respeta la autoridad
de la montaña, dando la sensación de que va
a aterrizar justo detrás, donde no hay pista para ello
porque es una zona residencial con una densidad
de población que no admite espacios en blanco,
ni señales en el suelo que conduzcan a piloto
alguno hasta una terminal donde los pasajeros,
exhaustos y con ganas de ver a sus familiares
y amigos, desearan poner los pies en tierra y correr
a los brazos de ellos, que esperan desde hace tiempo.
También me gusta mirar otro edificio —que sobrepasa
con creces el horizonte montañoso— llamado \"Renta
Sevilla\", porque hubo un tiempo en que subía
sus ascensores para trabajar, aunque fue breve.
El cielo está cargado de nubes, apenas
se ve el azul que tanto se necesita, sobre todo
cuando arrancas el día y buscas una esperanza...