Otra guerra por el oro,
otra herida y otra llaga
tras esos niños soldados,
hijos del dolor y el trauma
que apretando están sus dedos
gatillos por la sabana.
Esclavos son ya del miedo;
su destino, la guadaña,
piel desollada a machete
y la ilusión amputada,
su intestino por el suelo
y el plomo por toda el alma.
Su sargento los tortura
mientras ríe a carcajadas,
entre muecas de desprecio
y golpes con la culata
para que sepan que muertos
están y ninguno escapa.
Las noches son sombras negras,
pesadilla antes del alba,
golondrinas en los huesos,
palomas que se desangran.
Las madres tratan de huir,
ha comenzado la caza
de sus hijos, secuestrados
para seguir la matanza
y la violacion perpetua
del hermano y de la hermana
para destrozar la aldea
y, en el recuerdo, la daga
del dolor, de la barbarie
como fuego en su garganta.
Duele mirar aquel niño
con las alas ya cortadas,
con el fusil en el hombro
masacrando cada casa
y, mientras le prende fuego,
otro sostiene una pala.
Símbolo de la locura
con que se entierra la infancia
en el terror de la guerra,
en el cerrojo del arma…
¿Qué futuro heredará?
¿Dónde queda su esperanza
viendo morir a sus padres
y su pueblo envuelto en llamas?
Quizá este sea su día,
quizás no llegue a mañana
perdiéndose tras la piel
que atraviesan nuestras balas.
Hoy sus ojos me han hablado,
se me clavan en el alma
dos puñales de tristezas
bajo su tierna mirada
que no sabe del silencio
de esta sociedad falsaria
que diciendo tantas cosas
nimias, etéreas, vanas,
evita con su malicia
concederle la palabra
Paz, y surja, en la conciencia,
una luz a tanta máquina
bélica que los destroza
como si carne picada...
¿Cuántos más han de caer?
¿Cuándo dirémos: ¡Ya basta!?
¿Cuándo tendremos en cuenta
que la miseria nos mata?
A mí por ver la injusticia,
a ti por muerte inhumana
y al resto por insensibles,
o por no querer ver nada.