Los poetas, amada mía, con la divina anuencia de los dioses de todas las religiones, tenemos el privilegiado don de ser distintos a los demás mortales, porque nuestros pensamientos pueden obrar maravillas creando mundos que sólo nosotros podemos habitar y disfrutando, llevando agua a recónditos e infértiles desiertos para saciar nuestra sed y la de nuestros hermanos ermitaños que han abandonado el mundanal ruido del que habló Fray Luis de León, con el elevado fin místico de estar más cerca de Dios, y llevando alegría a aquellos lugares donde sólo hay tristeza.
Tú, amada, eres el fruto de mi angustiada imaginación poética, sola en la multitud por incomprendida, ahíta de dialogar con quienes enardecieron adrede para no escuchar su plática, y temerosa en su covacha de sueños ante lo inescrutable.
Nadie, que no sea yo, amo y esclavo de ti, según la ocasión, puede establecer comunicación contigo para confiarle sus cuitas y recibir el oportuno alivio a sus penas. Y ello es posible por mi condición de poeta, y como tal, taumaturgo, capaz de darle vida a lo inanimado, belleza a quien está carente de dotes estéticos, sanidad al que está enfermo de cuerpo y espíritu, alas al desolado hombre que quiere acercarse hasta el cielo para platicar con las estrellas y otras maravillas cuyo límite es la mente.