El agua de lluvia,
oscura, llena hasta la mitad
la piscina, es invierno.
Es el abandono...
Desde donde miro, este balcón,
vi niños gritando, la gotas de un agua
enamorada de cloro saltando por los aires,
hombres y mujeres ojo avizor, desde la cercanía
de unas sombrillas colocadas adrede, la hora de la comida
se va acercando, el sol aprieta, los niños se niegan
a saltar el pequeño zócalo que distancia el agua
del suelo, las chanclas se han perdido entre el trasiego
de pies pisando las inmediaciones, el abuelo que llama
con las toallas abiertas, la madre que llama al padre
y el padre que con un quejido en la garganta corre a recoger
a un rebaño que se encabrita, que se niega balando a cumplir
con los rituales, con las horas, la rutina es aburrida, es su momento
de libertad y la libertad no tiene horarios ni leyes, se niegan en redondo.
Todo esto se me pasa por la cabeza mientras vivo
el abandono en silencio, silencio abandonado,
las ramas que volaron las últimas lluvias durmiendo
sobre la podredumbre de un agua estancada, sin salida
hasta que el verano abra de nuevo el telón.
¿Qué haran con este agua? me pregunto.
¿La utilizarán para regar el jardín, que tanto hay alrededor?
Supongo que sí, que eso harán, es lo más inteligente.
Es el abandono...
Quizá este abandono que me invade en este momento
sea un reflejo de otro abandono, más profundo,
puede ser...
Oígo en mi cabeza, resonando cual si rezara en alto
en una iglesia antigua, el alborozo infantil mojando
las sillas de los veladores, las toallas que madres
y padres ponen a sus niños para privarlos de un posible
catarro que raramente acude, comiéndose de tarde
un helado hasta que el azúcar que contiene chorrea
por los dedos en caída libre hasta llegar al codo,
pringando de vida la piel arrugada de tanto baño,
el cloro oliendo en sus cabellos, la hora de terminar acecha,
la ducha reponedora, volver a lo de siempre, cenas, tele,
sueño, despertador... Todo queda en el recuerdo.
Sigo mirando la piscina, muerta, ahogada de cieno,
de estiércol, y reflejo sobre el lienzo que la mirada
me brinda la pintura de este recuerdo, de una realidad
ya tan lejana, tan irreal, que me cuesta pensar
que lo fue en algún momento, constatando este pensar
mío la apisonadora que es el tiempo, que el fragor
que esa vivencia suponía, la exigencia de cumplir con tareas
para la progenie, por mandato del genoma, que ahora pienso
y que, vistas en perspectiva, me parecen mentira...
El tiempo pasa con tal potencia que todo lo que has vivido
—no importa la intensidad ni la significación— lo aplasta
como si fueran patatas fritas que se caen sin querer al suelo.
Sigo absorto en la piscina, suena el microondas, despierto.