Para el que muere en la guerra, bien mío –se lee en el Mahabbarata- es lo mismo el triunfo que la victoria. Y yo escribo: Para el que muere, le da lo mismo que lo entierren en una tumba de pobre, en un majestuoso mausoleo de gente adinerada, noble socialmente o de héroe histórico. O bien, que sus restos sean incinerados y lanzados al mar para que se confundan con sus aguas o en el sagrado río Ganges. O que no lo entierren y sus despojos sean devorados por los zamuros que siempre visten de frac, y cumplen en la tierra la misma función de la langosta en el mar, al limpiarlo de inmundicias, para después, cuando cae en la red del pescador, convertirse en apetitoso plato de los restaurantes cinco estrellas.
Para el que muere, amor, le da la mismo que alaben su trayectoria en el mundo o que la ignoren y la llenen de ignominia.
Para el que muere, bien de mi vida, le es igual que coloquen en su sepultura una rosa amarilla o roja o la cubran de abrojos.
Para el que muere, amada mía, le es igual que coloquen en su tumba un epitafio o una rústica cruz de madera, como la de Jesucristo, o de metal, con o sin fecha de nacimiento y de deceso, en letra menuda o grotesca.