Anoche pensé mucho, en mi mente pasaron multitud de imágenes, todas absurdas, todas atropelladas, como si una de esas caminadoras eléctricas hubiera perdido los controles y girara alocada, las imágenes eran tantas que en un momento ya no podían circular y comenzaron a amontonarse, deformarse, amalgamarse hasta quedar irreconocibles como una masa parda y pegajosa que empezó a atrofiar mis sentidos hasta que no supe más, me dormí con la imagen de una gran avalancha oscura y viscosa que me caía encima, ahogándome, así me perdí en un sueño inquieto.
Ha amanecido, lo se porque veo lo mismo diariamente, pero es complicado moverme, mi cabeza está pesada, parece una olla llena de guijarros, más pesada y grande aún que mi cuerpo, me levanto a duras penas y me mareo, obligándome a sostenerme en un pared, a lo mejor basta un solo golpe para que esa olla frágil se rompa, a lo mejor si me caigo al suelo o me estrello en la pared la escucharé abrirse en fragmentos, tal vez habrá dolor, un dolor agudo, tan sorpresivo y fugaz que no tendré tiempo de gritar, el gran jarrón expulsará todo su contenido, con la fuerza de un tapón de sidra. Mis ojos, mi nariz, las orejas, el cerebro, la pituitaria saldrán disparados en distintas direcciones, todas y cada una de sus piezas quedarán regadas por el cuarto, mis ojos sin párpados al desprenderse mirarán sorprendidos ese estallido a tal velocidad y en direcciones distintas que creerán estar rebotando dentro de un caleidoscopio, sí, mis ojos verán cosas diferentes pero interpretándolas juntas, imperceptiblemente el cerebro seguirá recibiendo información, ajeno al desastre, toda tergiversada, sin asimilar lo que acaba de suceder, el piso, el techo y las paredes estarán manchadas de una sangre violeta, espesa como atole y descarapelados por el golpe de los huesos al fragmentarse; entonces deberé buscar a tientas mis piezas: una oreja por aquí, la otra más allá, los sesos resbalando todavía lentamente por la ventana, la boca balbuceando “aquí, aquí…” a un cuerpo que no la escucha, la canica de un ojo mirando al techo, el otro sobre la mesa, pegado al despertador las pupilas nerviosas girando, observando el resto del cuerpo chorrear arena oscura por el cuello cercenado mientras trata de juntar a gatas sus piezas, en esos momentos no habrá sentimientos, no habrá forma de reír, de llorar, de gritar, tan solo la patética imagen del cuerpo decapitado palpando paredes, arrastrándose por el suelo, embarrado de sangre oscura y arena, sin prisa, sin miedo de que la ventana haya quedado abierta y pueda un pájaro o un gato meterse a saborear un pedazo de mejilla o un esa pupila inquieta, pero puede suceder que sienta asco, que la sangre violeta sea demasiado insípida o penetrante, mientras tanto el pobre cuerpo junta y junta lo que halle en su camino, pues no recordará cuántos ojos u orejas tuvo ni de qué manera estaba distribuidos, así tomará cualquier objeto para completarlos: jabones por ojos, platos por orejas, botones por dientes, agujetas por cabellos, todo objeto tendrá un parecido con tal o cual pieza extraviada y una vez que haya amontonado todos los objetos y órganos por igual jugará un buen rato con ellos, como si de legos se tratara, sin decidirse cómo quedará definitivamente, pero eso no importará porque para entonces habrá perdido la noción de la armonía y de la simetría debido a que con el golpe el cerebro quedó despostillado, perdiendo cientos de neuronas, seguramente quedará como una escultura abstracta: ojos mirando en direcciones distintas, orejas arriba, como antenas, la boca atrás, cubierta de cabellos o estambres por todos lados, sí, quedará irreconocible por dentro y por fuera, a lo mejor inclusive comienza a caminar con las manos, o en cuatro patas y comienza a alimentarse exclusivamente de hojas, como un gusano y de tanto hacerlo se pondrá verde, verde piel, verde ojos y sangre, se olvidará de quien fue y con el tiempo dejará de moverse, más adelante podría hasta desarrollar raíces y haya dejado de ser un envoltorio humano, esté empequeñecido y seco como un troco de ortiga que más vale esquivar; así, pues empiezo a contar: una, dos, tres…