Bendita seas, María, Madre de Dios
y madre nuestra, de santidad inmaculada,
apenas besada por la muerte.
Aceptaste el misterio del anuncio en tu santa humildad
y el Hijo de Dios se hizo carne en tu vientre. ¡Bendita tú!
Que al lado de tu Hijo lo iniciaste en el milagro,
allá en Caná y fuiste traspasada por el filo del dolor
al pie de la Cruz, viendo y oyendo.
Y bendita tú, también María, María de Magdala,
escogida para ser testigo del Jesús Resucitado.
Tan inmenso misterio sin el cual no existiría nuestra fe.
Y que acompañaste a su Madre y a Juan, el amado,
hasta su muerte y sepultura.
Caída la piedra, el sepulcro se vio vacío y en silencio
y tú, en llantos, recibiste al Glorificado
que esa gracia te concede por tanta santidad.
Benditas Marta, que servía, y María de Betania que secaba
con su cabello el perfume de los pies de su Señor.
Bendita tú, mujer samaritana, a quien le pidieron de beber
y por quien supimos que Él era agua viva.
Y bendita tú también mujer que, aún en adulterio,
moviste a compasión al Hijo del Hombre, que avergonzó
a los pecadores desde los más ancianos.
Verónica, fuiste bendecida, y te llevaste impreso
el Santo Rostro en sangre y sudor por tu acto compasivo.
Regalo divino de inmensa gratitud.
Y te ensalzo también a ti, Claudia, esposa del romano,
que defendiste en el humano juicio la inocencia de Jesús.
Las mujeres… más valientes y santas que los hombres.
De mi libro “De esas letras pendientes”. 2018 ISBN 978-987-763-836-3