Te lo juro, amada, que si de mi voluntad única hubiera dependido la determinación suma de cuanto sería mi vida como oficiante, muy distinto sería mi destino, pues ninguna de las mil actividades laborales que he realizado para subsistir guarda relación con lo que quise realmente hacer, ya que he aterrizado en ellas cual avión sin rumbo.
Yo hubiera querido ser, por ejemplo, carretero para hacer largos viajes en rutas asaz conocidas, seguro de que a mi regreso tú me esperarías, amada, en la puerta de nuestra humilde vivienda, con los brazos abiertos y una sonrisa delatadora de la felicidad derivada de un evento, que no por rutinario, deja de ser encantador y fascinante para ambos, que medimos la intensidad de nuestro amor con la vara de la gratificación espiritual que nos depara, desechando la banalidad de lo efímero material.
O también, amada, jardinero para cuidar, celosamente, ese don de las plantas florales, de todos los colores y perfumes que la naturaleza, inmerecidamente, ofrendó al hombre, su peor enemigo. O podría haber sido labrador para compenetrarme con la tierra y extraer de sus entrañas el jugo de la vitalidad. O finalmente, marinero o pescador para escudriñar la líquida ruta de los mares y conocer sus secretos.