Alberto Escobar

Felisa

 

Pilar Ternera no es una puta, es una celestina, una alcahueta, sí, pero no una puta. Arcadio la trata de tal sin saber que es su madre. Ella se acostaba con hombres, sí, pero no por dinero, sino por piedad. Un putero es el extremo opuesto, miserable, de un seductor; es un hombre que ha renunciado a seducir a una mujer de igual a igual porque concluye que no está capacitado; es claudicar penosamente en vida. 
—Cien años de soledad.

 

 

Ella es vieja, ya desmadejada,
se posa en aquella esquina, donde la calle
hace una especie de punto y aparte, el toldo
del bar le ofrece la sombra justa
para no desmayarse, son muchas horas al día.
Los domingos, por ser día de guardar, se pone
su falda roja, corta, y sus zapatos de charol,
los mismos que se ponía entonces, cuya zapatería
fue traspasada hace años y ahora reza como oficina. 
Se pinta los labios de carmín, y el colorete le sonroja
la palidez que los años han ido imponiendo 
sobre su rostro, atravesado como por un arado
que fuera conducido por los años, por el tiempo...
De vez en cuando se acerca uno de aquellos hombres,
esos que de jóvenes, en el barrio, paraban a su lado,
al calor de su sonrisa y su alegría, y después de unas risas
y una charla amena acababan en una habitación del hotelillo
que queda dos calles más abajo, cerca de la pescadería. 
Ahora, ya olvidada la virilidad de entonces, se contentan
con charlar de esto y de aquello, ella, como entonces, le sigue
guardando el encanto de su sonrisa y el optimismo 
de un mundo que no acaba de pronunciarse pero que espera. 
Ayer, justamente, de camino al trabajo, me encontré
con una comitiva fúnebre cruzando la calle del Pozo, mi amigo
Francisco, que estaba entre ellos, me dijo que Felisa, la puta,
había muerto, un ataque al corazón en plena efervescencia,
el actor, que sobrevivió a tanta pasión, caminaba con lágrimas
en los ojos y con pena en el corazón, tocando el cristo que ornaba
en la tapa el féretro azul que la contenía, lamentando a su escasa
familia lo trágico del desenlace y jurando por su madre compensar 
económicamente a aquellos que se verán perjudicados por su 
ausencia —diría que esa indemnización debería extenderse a los 
vecinos que nos honrábamos con su presencia y la teníamos, pese
a lo reprochable de su profesión, como una institución en el barrio.
Ese día no estuve muy fino en mis quehaceres, recordándola.
Me dí cuenta de que de una forma queda, callada, como una semilla
que va creciendo merced a su albúmina y al agua que le llega, y
que lo hace sin hacer ruido, sin decir palabra, así, fue ella conquistando
mi corazón, como se extiende y pringa una mancha de aceite. 
Por un momento pensé que el hueco que dejó mi madre fue ocupado
por ella, aunque es verdad que poco le hablaba, apenas un hola y un adiós
furtivo, casi a destiempo, que según el humor del día me salía y que ella,
con toda la alegría del mundo, me lo recompensaba con la energía que le 
brotaba de lo más profundo —diría que su vejez se circunscribía solo 
al cuerpo, porque su espíritu seguía tan vigente como cuando era joven. 
Ahora me dirijo al cementerio, es el día de todos los santos, y me he dado
cuenta, en este instante, que su nicho cae justo al lado del de mi madre, y 
por ese motivo, aprovechando que a la entrada hay vendedoras de flores,
voy a comprar un ramo para ella y voy a introducirle una dedicatoria. 
Que en el cielo extienda su luz, y que los ángeles se encarguen de devolverla
a un vecindario que llora su partida —Eso le escribí.