Vito_Angeli

Sir Lancelot, un caballero muy hombre (7ma parte y 8va parte)

CAPITULO VII


  Ni siquiera Dios hubiera imaginado semejante demostración bélica que, con tanto heroísmo pero a la vez estupidez, se desarrollaba para poner coto a una rivalidad tan categórica como la existente entre Arturo y Magnusson. De los Caballeros del Cuerpo Real tres perdieron sus vidas y yo me encargué personalmente de matar a cada uno de sus asesinos. Hombres llovían por doquier, se aparecían encima mío, por detrás, por los costados. El filo de las espadas chocando entre sí se confundían asemejándose a una melodía que trágicamente se escuchaba al unísono. La tierra por un instante se estremeció de tanta sangre que contaminaba sus profundidades. Mientras peleábamos, el cielo amargado por la exhibición que apreciaba, se acongojó y vinieron para consolarlo las nubes. Acto seguido, se hizo la lluvia y señal más clara no tuve para darme cuenta que alguien iba a morir esa noche: él o yo. Entre todo el mar de lucha, allí solitario, se encontraba esperando mi acercamiento y no me hice demorar más. Excalibur resplandecía victoriosamente y eso que todavía no habíamos terminado. Con ella en mano, atravesé la multitud desenfrenada y nuestro duelo se hizo realidad.

 -Bastardo, jamás tendréis en vuestro poder lo que nunca fue vuestro. Primero tendréis que acabar conmigo y eso no os lo garantizo!- le dije.

-Nobles palabras de un noble pero con tan solo palabras no podréis defender tu vida, idiota! El sueño de Arturo de un gran Camelot, no es más que eso, un sueño! – dijo Magnusson mientras realizaba con su espada una batahola de movimientos que me dejaron perplejo y a la vez indefenso. Me dio una estocada en el hombro derecho y no pude pelear mas que defenderme con mi único brazo sano de los zarpazos que intentaba atinarme. En el suelo y fatigado del combate, aun seguía resistiendo hasta que Excalibur despertó de su pronunciado letargo y entro en acción. Volví a sentir esa fuerza que resistiría a cien hombres peleando al mismo tiempo y como una ráfaga me levanté como si nada luchando con renovadas fuerzas. La espada era imparable y empezó por sí sola a guiarme en los movimientos que eran imposibles de ver a los ojos de Magnusson. Golpe hacia arriba, golpe hacia abajo, giro con el cuerpo hacia mi derecha amagando a pegar, vuelvo a girar sobre mi cuerpo hacia la izquierda y atravieso con la hoja envenenada de rencor su cuello. Desfachatado cae sobre el suelo, intentando por última vez acertarme pero jamás lo volvería a lograr. Me acerqué a él, lo levanté del cuello porque Excalibur todavía me contagiaba con su fortaleza y grité hacia todos los allí combatientes: “Oíd habitantes de esta tierra, hemos reconquistado nuestra libertad”. Así, los demás soldados de Magnusson que quedaban no opusieron mayor resistencia y se rindieron ante nuestra victoria.

  Gran triunfo fue el que con pasión y garra habíamos conseguido, pero todavía quedaba algo tan o más importante que resolver: el cautiverio de Lady Guiniber. Los hombres que se rindieron a nuestro asalto, superados en número, inteligentemente nos informaron sobre el paradero de nuestra señora, la cual se encontraba prisionera en el viejo castillo que se ubicaba a varios días de Camelot. A pesar de no existir medio de transporte más eficiente que los caballos, la noticia de nuestra victoria, o en otras palabras la muerte de Magnusson, llegó antes de lo previsto a aquel destino. Era casi mediodía cuando arribamos a la construcción datada de antaño, donde solamente quedaban unas pocas almas en vida. La maravilla que una vez supo ser se hallaba nuevamente en soledad pero junto a esa soledad un sonido angelical se esbozaba entre sus paredes. Tome dos de nuestros mejores hombres y me encaminé en su búsqueda. A medida que nos adentrábamos más, el sonido era más fuerte y más hermoso. Finalmente allá, en un retiro alejado, se dibujaba la silueta inconfundible de un espíritu celeste entre las sombras. Aceleré mi marcha y rompí el candado del calabozo que aprisionaba su brío. Las palabras sobraban para tal momento porque con nuestras miradas nos dijimos en tan solo segundos lo que no pudimos sentir en años. Me sentía reconfortado entre sus brazos y me embelesaba con su llanto. No podía esconder más semejantes sentimientos. Tanta presión me rebalsó por completo. No lo dude y decidí aclarar mi situación frente a Arturo. Ella me suplicaba que no lo hiciera porque una confesión de tal magnitud haría estallar por completo lo poco que quedaba de su majestad. Si difícil fue la batalla contra Magnusson, más lo sería mi última batalla como caballero de la Mesa Redonda.


continuará...


(como ya tenía terminado este capítulo, se los dejó junto con el séptimo, este es el final del cuento)


CAPÍTULO VIII

 

  “Honores, festejos a la nobleza salvadora” todos aclamaban en Camelot, a medida que iban llegando uno por uno los combatientes que entregaron su vida entera en el enfrentamiento. El pueblo en su totalidad se maravillaba con sus héroes, que a paso triunfal, transitaban las calles de Camelot esperando la bendición y la gratificación de su majestad. Por la noche, en el salón principal del palacio, un gran festín se preparó para honrar a los paladines justicieros que, cansados, guardaron un resto de sus fuerzas para celebrar tal momento de dicha.

  Me encontraba conversando con varios nobles, cuando un sirviente de su majestad me convocó porque necesitaba hablar unas palabras conmigo. Este era el momento preciso para descubrir mi relación con Lady Güiniber. Apenado, me dirigí hacia la recova de su majestad. Él se encontraba en la cama descansando como se lo habían ordenado.

 -Mi fiel Lancelot, estaba escrito en las estrellas que los laureles bañados de gloria se rendirían a tus brazos. Alegría caballero, alegría que no es momento para preocuparse por problemas menores.- me manifestó

 -Mi Señor, la alegría invade mi corazón por la batalla que hemos defendido en vuestro nombre y el de Camelot, pero mi corazón, sin embargo, siente una gran pena en su interior.- contrariado le dije.

 -Dejame adivinar, es Guiniber, no cierto?

 Mis labios se sellaron por lo que había dicho pero mis ojos no permitieron que mintiera más. Hice lo imposible por no llorar pero mi corazón a esas alturas era mucho más fuerte que mi voluntad. Fatigado me arrodille frente a la cama e inconscientemente le entregué a Excalibur para que hiciera con ella lo que creía correcto.

 -Lancelot, la Biblia dice no desearás la mujer de tu prójimo y la violación de tal mandamiento es imperdonable. Ni siquiera yo como rey puedo tomarme la ligereza de obviar tal edicto. Pero también dice está dicho que tire primero la piedra él que se encuentre libre de pecados. Y puedo entender tu dolor ya que todos hemos alguna vez pecado. Aunque mi motivo principal por el que no tomaré tu vida es que yo ya se cuando veré por ultima vez las paredes de mi Camelot. Y necesariamente debo encontrar alguien que me suceda en la corona.- me manifestó en un tono complaciente

 -Arturo, por favor, cada palabra tuya me hace sentir mas indigno de lo que ya soy. Toma mi vida que purificará el mal que nunca debí haber hecho.- le supliqué desesperadamente.

 -Vamos amigo, la suerte ya esta echada y mucho más la mía. Lo único que te pido es que cuidéis a Guiniber como a Camelot mismo.-

  El banquete terminó de desenvolverse con total normalidad mientras mi atención se la llevaba Lady Güiniber, como toda la noche. Esa noche, esa esperada noche, esperada porque había terminado lo que veníamos sufriendo, pudimos identificar nuestros amores nuevamente; un corazón latía lleno de vida, con pureza infinita y con gran dicha de servir al calor de mi amada. Y ella, fina y reluciente Guiniber, sabía que Arturo había comprendido su corazón joven y ardiente por lo que el espíritu de la lady auspiciaba felicidad consolidada en compañía de este sirviente caballero. En pocos momentos, nos pusimos al tanto de lo que habían sido nuestras vidas, así como de las pruebas que cada uno tuvo necesariamente que atravesar para poder llegar con enterezas al día de hoy, todo lo que ahora quedaba como una anécdota más por ser relatada con levedad en el campo de nuestro existir. Se pasó mucho sufrimiento, más Guiniber que este caballero, porque yo ya estaba acostumbrado a desafiar la vida (tarea que no podía separar de mi piel ni de mi mente). Pero, más allá de las aventuras que sorteé de forma bienaventurada, lo que contaba es que mi presente marcaba el estar frente a la mujer que terminaría por acompañarme el resto de mis días, y eso, no puede compararse con nada.

  Arturo no se encontraba muy bien de salud. En realidad esa noche del banquete, permaneció la mayor parte del tiempo en una especie de agonía prolongadaya que la extraña enfermedad que llevaba consigo, sumada a la descompensación padecida, hicieron que las expectativas de vida no fueran más prolongadas de lo que se extendiera la madrugada. Pasaron tan solo minutos desde que se retiraron las últimas personas de la fiesta, cuando se escucharon gritos de mujeres angustiadas anunciando la tan temida muerte. Todo el palacio sumisamente pasó a darle el último adiós a quien habían prestado sus servicios de manera devota. Guiniber reflejó en su rostro la amargura que lentamente dominó los aires de Camelot y que perduraría por largo tiempo. Al día siguiente, por la mañana, se organizó el entierro pero de una forma peculiar: tal como los realizaban los antiguos vikingos, se colocó el cuerpo de su majestad sobre una pequeña balsa hecha de troncos y sobre los cuales se hallaba una cama hecha con ramas secas. Se la trasladó desde Camelot hacia el lago. El luto se reflejaba en cada alma que lloraba a cantaros la despedida de su soberano, su compatriota, su amigo. Una vez que la balsa se colocó en posición, fue empujada por varios hombres del Cuerpo Real, entre los que me encontraba yo, ahora como rey de Camelot. Un arquero sacó una flecha, la prendió fuego y apunto con envidiable exactitud hacía la balsa, la cual ardió en llamas a los pocos segundos. Después saqué a Excalibur y la enarbolé en alto, tomándola por su filo haciendo la señal de la cruz. Nuestro Señor ahora iba a descansar continuado su reinado desde el cielo.

 

FIN