Lourdes Aguilar

EL CAPRICHO DE DON CIRIACO

En el patio de don Ciriaco hay un gran árbol de mango siendo durante muchos años el lugar preferido de la familia pues llegó a crecer tan alto y frondoso como para construir una sencilla casita entre sus ramas y era el lugar preferido para jugar de los niños además de las llantas que le colgaron para culumpiarse, sin embargo y por algún motivo el árbol nunca daba frutos y cada año a Don Ciriaco se le antojaba una agua fresca, pero pasaban las estaciones sin que el verdor del follaje  se viera salpicado de florecitas amarillas y mucho menos de jugosos frutos, aquello era un misterio para él puesto que mientras crecía no le faltó ni agua ni abono y así cada año se quejaba de haberse quedado con las ganas de cosechar aunque fuera un kilo de mangos, sus quejas sin embargo no eran compartidas ni por su esposa ni por sus hijos, a ellos les bastaba con su casita y la llanta para jugar y esconderse y su esposa disfrutaba de la fresca sombra a las horas más intensas de sol para tejer, leer o simplemente mirar los pájaros mezclándose entre el follaje. Así transcurrió el tiempo hasta que un día llegó ante su puerta un vendedor ofreciendo como mercancía varias frutas, Don Ciriaco le compró precisamente unos mangos, comentándole al viejo que era una burla para él tener que comprar mangos para calmar su antojo cuando tenía en su patio un árbol capaz de producir una tonelada por día, el anciano le preguntó:

-¿Realmente quieres que tu árbol te de frutos?

-Por supuesto-Contestó él.

-Hay dos formas: Golpéalo y amenázalo con cortarlo si no te complace el día de San Juan, ó cuélgale objetos como ropa, zapatos o trastos viejos, también puedes colocarle una osamenta de animal para avergonzarlo, pero hazlo solamente hasta que empiece la estación, es muy importante además que seas agradecido con lo que produzca.

 Cuando el viejo se fue, Don Ciriaco pensó que usar los dos métodos recién revelados sería más efectivo, así que puso a colgar ropa, zapatos y sartenes por todas las ramas, consiguió en el mercado unas cabezas de ganado y también compró un machete con el que diariamente gesticulaba lanzando improperios y amenazas al árbol, diciéndole que era un árbol inútil y que antes de terminar el año lo convertiría en leña, vendiendo hasta la última astilla si no cumplía con su deber; de nada valían las recriminaciones de sus hijos y su esposa, quienes, conociéndolo sabían que cuando se encaprichaba era capaz de hacer barbaridades, antes de las primeras lluvias el árbol parecía opaco, estático, hasta los pájaros cantaban con menos frecuencia, los niños decían que incluso las ramas se sentían frágiles por lo cual tuvieron que moderar sus juegos Cuando llegaron las lluvias sin embargo ocurrió el milagro: varitas llenas de flores que posteriormente formarían compactos racimos empezaron a invadir el follaje, aún así, Don Ciriaco olvidó mandar a retirar todo lo que había cologado y tampoco se mostró agradecido por aquélla muestra de abundancia. Cuando los frutos maduraron Don Ciriaco y su familia no se daban abasto comiéndolos y preparándolos en todas las formas posibles, la fruta maduraba más rápido de lo que ellos la podían cosechar, caía al suelo y empezaba a podrirse, al principio Don Ciriaco la quiso vender, pero su mujer, molesta lo obligó a regalarla, se podía decir que todos los vecinos de la colonia y alrededores habían probado sus mangos, pero eso no terminó ahí, pues por algún motivo inexplicable la temporada ya había terminado y el árbol seguía produciendo, pero para entonces ya Don Ciriaco y su familia estaban hartos de consumir todos los días mangos y más mangos, de ver meterse a los vecinos con sus sacos, bolsas y cubetas para llevarse lo que caía y así evitar que se pudrieran, el caso llegó a la prensa, quienes enviaron científicos botánicos a estudiar el caso del “mango prolífico” pues como tal se le conocía; lo cual aumentó las molestias de la familia que vieron su espacio invadido con los cuestionarios, las muestras y la agitación que se estaba produciendo, de día o de noche venían los agrónomos a tomar muestras, periodistas a hacer preguntas, desconocidos con sacos y carretillas profanando el patio para llevarse fruta, incluso vendedores ambulantes se instalaron para ofrecer raspados y chicharrones ante el espectáculo, la familia estaba harta de repetir la historia una y otra vez a los reporteros, a los agrónomos y a los curiosos, hasta que por fin su esposa y sus hijos le exigieron a don Ciriaco que arreglara la situación, pues por si fuera poco notaron que el árbol empezaba a secarse y con él también el suelo a su alrededor, las hojas caían con la misma rapidez con la que producía sus frutos y ya no eran reemplazadas, una gruesa capa de hojarasca cubría el patio, los pájaros se habían ido y cuando soplaba el viento se las hojas volaban metiéndose en las casas, incomodando a los vecinos, la colonia completa olía a mango.

Forzado por su familia, quienes no estaban dispuestos a volver a comer un solo mango y tampoco a perder su árbol, a Don Ciriaco no le quedó más remedio que respirar hondo y con el mismo machete con el cual amenazó al árbol comenzó a correr a los ambulantes, a los periodistas y a los biólogos; una vez libres de intrusos, con el ceño fruncido se paró frente al árbol, con su esposa y sus hijos esperando atrás con los brazos cruzados, Don Ciriaco se disculpó por haberlo hostigado e insultado, le aseguró que nunca tuvo la intención de cortarlo, que siempre había sido feliz de tenerlo en su patio para deleite de su familia, le agradeció por la infinidad de frutos tan sabrosos que le había proporcionado, asegurándole que ya nunca le pediría más, así mismo se comprometió a quitar personalmente todo lo que le había colgado y a continuación se pasó toda la mañana trepado con sus hijos limpiando las ramas. De esa manera el árbol detuvo su acelerada producción, empezó a recuperar el follaje y sus pájaros, los niños volvieron a jugar y la señora a sentarse bajo la sombra, por su parte Don Ciriaco aprendió a apreciarlo y pasaron todavía algunos meses para que se le volviera a antojar un jugoso mango, pero para entonces ya se iba al mercado sin pronunciar palabra.