El ascensor está averiado.
Son las tres de la tarde, cansado,
la jornada dura, los jefes intratables,
en la oficina un cortocircuito.
Vivo en un quinto piso, me paré en el cuarto,
me asomo a la ventanilla de ventilación
que sucede a la del anterior piso y así en ristra
hasta el último, el décimo; miro a su través
mientras hago estiramientos, el gemelo izquierdo,
especialmente, lo tenía tenso desde hacía varios días
—gages de mi afición a correr.
Recreándome en el enjambre de edificios
que se alzan delante de mis ojos, reparo
en alguno de ellos.
Veo de perfil aquel en que viví durante media vida,
apenas se entrevén algunos balcones y el brillo aureo
de sus ladrillos enluciendo su modesta apariencia.
Más a la izquierda se extiende otro, de balcones estrechos
de color rojo vino y fondo gris, que desde el balcón
al que me asomaba entonces lo observaba como si fuera
un impedimento a la magnífica vista de que disfrutaba
entonces, también un quinto piso —cuando tus ojos
se acostumbran a una panorámica, sea buena o mala,
acaba por convertirse en prosaica.
En mi caso, el tapón que suponía este edificio servía
de acicate a mi curiosidad, hasta el punto de que esta,
cuando alcanzaba su clímax, me hacía proferir improperios
de toda índole, casi odiando al promotor, al arquitecto,
y a todo aquel que participara en su construcción, que,
todo hay que decirlo, fue anterior a la del mío.
No hubo día, durante mi niñez especialmente,
que no me preguntara qué habría detrás, qué maravilla
se extendería hacia el horizonte y que por puro azar
se me privaba de gozar bajo el efecto parapictórico
que la luz del momento produjera sobre su conjunto.
Cuando reparo en todo ello, descansando del esfuerzo
inesperado, gozo de ver, uno tras otro, esos edificios
que tan bien conocía desde tierra pero que no desde
la generosidad saliente de ningún balcón.
La vida, por arte de magia, me ofrece esa panorámica
de la forma en que puede hacerlo —habría preferido
sinceramente que me arrancara ese odioso edificio
que a modo de telón me castraba la vista pero, en
compensación, me azuzaba la imaginación— aunque
el ángulo de visión sea lateral —a caballo regalado...
Desde ese día, y a modo de ejercicio, subo las escaleras
y me paro en el cuarto piso a estirar las piernas
y de paso a estirar los ojos, pensando por traslación
en cómo sería esa panorámica que tanto anhelaba
a la vista de lo que ya puedo ver.
He aprendido, a la luz de esta experiencia, que si deseas
algo intensamente acaba por concederse, de una manera
u otra, en un momento u otro, por sorpresa siempre.