El viento se arremolina junto a la moto,
dibujando surcos invisibles en el aire.
El campo, tan vasto y humilde,
se tiende como un viejo que cuenta historias
al viajero que lo escucha sin preguntas.
Los olivos, alineados como soldados cansados,
ofrecen su sombra breve y su gris eterno.
Las amapolas, tímidas, asoman su rojo,
un parpadeo de vida
entre el verde apagado de las viñas.
El trigo, dorado y paciente,
se deja acariciar por las alas
de esas aves que rozan la tierra
como si su vuelo supiera de despedidas.
Espinos y cardos, tercos habitantes,
aguardan los pequeños naufragios
de los conejos, tan rápidos, tan frágiles.
En el aire, la jara exhala su último aliento,
perfumando los bordes del horizonte.
Y allá, donde el río susurra despacio,
las aguas claras descansan en los humedales.
Las garzas, altivas, beben su reflejo,
la focha se desliza como una sombra,
y la malvasía guarda en su vuelo
el canto secreto del lugar.
Campos de Daimiel, tierra que respira lento,
que guarda el eco de una conversación callada.
El viajero pasa, siempre pasa,
pero tú permaneces:
una llanura de silencios
que nunca deja de hablar.
Jose Antonio Artés