El vetusto torrejón
de la Hacienda
La Cabaña,
veia el paraiso,
ríos, valles y montañas,
que hacían del paisaje,
el penacho del mañana.
El soplo de la brisa,
su compañía, aupaba
las gestas de cada día.
En su seno,
el ferroso trapiche,
da vida
a la bella campiña.
Allí, enseñoreado,
esprimía caña de azucar
y del néctar
de sus entrañas,
nacían dulces productos.
El molinejo,
aliado del progreso
de familias
y jornaleros,
héroes de dignas faenas,
sembraban
exquisita esperanza.
La Cabaña,
heredad de amistad,
trabajo y pasión,
fue y es
la constante hazaña,
el elevado fragor,
empalagada vocación
del gentilicio,
que brillaba
al ritmo del sol.
Tan encantadora,
que al llegar
a sus predios,
aceleraba los latidos
del corazón.
Cosas de muchachos
y de la emoción,
decía la abuela,
aunque si era,
sentimiento
anhelante
de cada instante.
Allí, mágicos
encuentros
llenaban de bendición,
la casona,
el corredor,
sentados en hamacas
y sillones coloniales,
pasaba el tiempo,
entre jardines
y bonitas conversaciones.
Las cadencias naturales
realzaban el horizonte.
Densos cañamelares,
bordeados de flores
y caminos bucólicos,
exhaltaban
fecundos campos,
llenos de contentos
y de prístinos encantos.