Doblezero

EL PRECIO DEL AMOR

 

 

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Fue en un pueblo de Castilla,
que a piedra y mano de los perdidos,
fraguó en el alba de los tiempos.
Fue a las doce en punto del mediodía,
bajo la ancha sombra de un olivo,
yacía, bajo la sombra del olivo
de su cansado y escarpado huerto,
un hortelano de manos quebradas,
de mil estaciones de labranzas,
bajo la sombra de un olivo,
con la frente arrugada,
perturbada, igual que el trigo
en la postal de la calima
y el hilo de su último aliento,
se le escapó por la boca,
como escapa con el viento
la flor lila del tomillo,
como escapa a la paloma
una pluma de sus alas,
quedó muerto el campesino
a la sombra del olivo.


Fuegos de mediodía, "es agosto"
decía el cielo brillando, pero,
no en la piel del anciano,
no para su ajado rostro
ya no del color de la tierra
sino del que tienen los huesos
ese blanco que parece roto
como si su tez fuese
de blanda y trémula cera,
sin luz, sin vida,
tampoco penas.


El vacío, se adueñado de sus ojos,
como cuando el hilo de la muerte,
en las pupilas se enhebra
y con el brillo de un perla blanquecina,
te miran sin ver, los dos inertes,
igual que los ojos de una muñeca,
miran abiertos, hacia lo lejos, muy lejos.
Sin alma mira el campesino
a la infinita lejanía,
en el lecho de su huerto,
bajo la sombra de un olivo,
buscando, mas allá de la vida
un horizonte eterno.


Entre fuegos de mediodía
y el resplandor de los cielos,
marchito bajo las hojas,
yace el viejo campesino,
en la ancha y fresca sombra,
que le ha visto fallecer,
sin un Dios que anuncie entierro,
no repican las campanas por el,
no repican desganadas, todavía,
aunque su alma ya se fue
a las doce del mediodía.


En casa, ella esta sola.
Por la forja de la ventana
pasan las doce campanadas,
como cada día,
zumbando por el aire,
doblando las cortinas,
pero estas traen, como un fantasma,
una ráfaga de frío,
a las doce del mediodía.


La anciana, frágilmente sus rodillas
va cubriendo bajo las sayas
y una gran lagrima asoma,
como un gorrión a una cornisa,
en el parpado de la señora,
una lagrima se asoma
y en su alma octogenaria,
una tormenta arremolina,
la tristeza en su mirada,
aun nerviosa, luego perdida
y no repican las campanas,
no repican desganadas,
al marchar su compañía.


Fue a las doce del mediodía
y a la soledad se abraza,
siente que no queda nada,
triste anciana aturdida,
tiritando ella se abraza,
como hiedra por las ruinas,
a la soledad se abraza,
como un cura a un crucifijo
asustada octogenaria,
siente frío, tanto frío,
como un pichón, que en el nido
queda huérfano y abandonado,
conquistado por el miedo,
sobre el triste y largo eco
de un enorme acantilado.


Al caer la negra noche,
la vasta casa languidecía
y era tal el callado silencio
que ocupaba la salita,
que se podían oír las estrellas
azules, allá en el firmamento
era tal en la estancia el silencio
como el silencio que lleva
el transcurso de lado y lento
cuando se marcha el día
de las nubes que desnudan
deslizándose en el viento
el cuerpo de la media luna
en el cielo mudo y negro
y no repican las campanas
no las doblan por la vida
de su viejo campesino
no repican todavía
pero sabe que esta muerto
a la sombra de un olivo.

 

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