Si mis amigos y yo fumáramos,
hablaríamos animadamente
como en un viernes perpetuo
de zaguán y caramelos,
jugando a esparcir
la ceniza por la comisura
de los años vividos
y apurando el cáliz de una eterna
famélica tarde otoñal.
Recordaríamos entonces
remotos amores,
simulando encandilarnos otra vez
por las punzantes brasas
de la pubertad demudada
y los ayeres profanados.
Si tuviéramos tiempo mis amigos y yo,
dibujaríamos una nueva línea de salida
en las arenas de aquella lejana playa
de la inocencia, la que perdimos
camino del trabajo un lunes cualquiera
durante el mes de las flores.
Si fumáramos mis amigos y yo,
echaríamos todo un pitillo de risas
-en todos los trabajos se ríe uno, oiga-
contemplando por la ventana
el bonito jardín de enfrente,
creyendo divisar todavía un mar de palomas
comiendo en las manos de niñas y niños
que lloran un último llanto
con lágrimas de terciopelo marchito.