Tenía yo un profesor,
cuarto y mitad de canela en rama,
que hacía circunferencias en la pizarra
con un cordel de atar estrazas
y un dedo en el centro.
Hacía redondeles con sabor a goma nueva de borrar
y a sacapuntas atorados
con entrañas minadas de lápiz.
Echaba siempre al aire su
“sal al encerado”
con voz digna de tenor
y una melancólica mirada partida por dos.
Tenía una maestra que nombraba
a escritores que habían hecho su vida
hablando de otras vidas,
que habían soñado, con nuevos sueños,
un mañana más o menos mejor y atinado.
También recordaba con lágrimas mi seño preferida
aquellos remotos jardines de almendros que florecían
sobre cadáveres exquisitos de almas volanderas.
Pensativa, solía decir: “sal”, “sal”,
y suspiraba sales y soles de celofán.
Tuve un maestro de latín que conocía muchas cosas,
que sabía lo sabio que era
enseñar y aprender de común acuerdo con el ejemplo.
Nos mostraba las viejas biografías de quienes,
aunque nos pesase, también se paraban
a veces en su camino:
miraban la tumba de otra gente,
y se veían allí a sí mismos,
como en un espejo cegado
por la sal de lágrimas maniatadas
bajo un tiempo siempre cruel y soberbio.