Demasiada violencia:
El chico se dedicó al arroz.
Cocinaba en un pequeño puesto
junto a una sala de billar.
Asomaban sus tatuajes por el cuello,
cocía hojas de batata,
y mientras esperaba clientela, fumaba.
Luego estaba la chica de la sonrisa rosa.
Ella estudió lo que sus padres querían.
Se escapó de su vida cuando ya era mayor.
Se fugó de los horarios encadenados.
Se vestía con ropas chillonas y oscuras.
Se quiso llevar por el viento.
Y el otro chico, ¿cómo se llamaba?
No lo recuerdo. Recuerdo su aro en el tragus
y sus ojos suspicaces y sus dientes oscuros.
Llevaba un colgante de una virgen al cuello,
y una cicatriz le cruzaba el entrecejo
y otra cicatriz le partía el mentón.
Recuerdo que se amaban, los tres.
Nunca lo hablaron. ¿Para qué?
Dejaban las noches fluir.
Y una noche, una de esas noches cualquiera,
sentados en la terraza de su café preferido,
compartieron un cigarrillo. Sabor mentol.
En la última calada, uno de ellos dijo:
me marcho. Se levantó. Se fue. No volvió.
Los otros dos se miraron, pensaron lo mismo:
sin tres no hay dos, o algo similar.
Qué final más vacuo, se dijeron,
qué final más roto.
Pero las historias siempre continúan.
Por eso ella, una tarde, hablando con su hija,
recordó: una vez, hace tiempo, fui toda plumas.
Su hija no entendía. Fuimos destino, decía.
El frío del pasado le recorrió la nuca
y los pudo ver, a los dos:
Él vivía solo. Tenía un gato: Carl.
Nunca creyó que el tiempo pudiese sonar.
Recordaba a menudo cuando lo descubrió:
después de meses de silencio, apartado,
sonaba a chasquidos de madera entre el fuego.
Desde entonces no creía en los días ni en el frío.
Y luego estaba él, que aún cocinaba arroz
y aún fumaba cigarrillos esperando clientela.
Cigarrillos de mentol.
Tenía una nariz algo achatada y
unos labios grandes, carnosos, tímidos.
Si le preguntaban, él siempre decía aquello:
el amor es como un sello. Y señalaba su dedo anular.
— Pablo de las Heras - Taiwán
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