No tengo nada,
solo tiempo.
—Se me acaba de ocurrir...
No quiere hacerme daño.
Piensa en mí más de lo que podría imaginar. Hace tiempo que no da señales, el silencio
debe reinar, debe imponer su ley curativa, es el mejor desinfectante.
Prefiere leer mis poemas, en silencio.
Cuando el tiempo se lo permite se encierra en su cuarto,
en la parte de arriba de una casa con dos plantas.
Cierra la puerta con llave, nadie entra ni osa molestar,
pone, cual si estuviese en la mejor suite, una especie de rótulo
azul con letras blancas que reza: No disturb, please, se enfunda
excitada su pijama rosa, ese que su hija le acaba de regalar por ser tan buena madre,
y se mete en la cama —la temperatura es agradable—, su marido ve abajo con los niños
una película de esas de animación que tanto les gustan, coge entre las manos su móvil,
un Huawei, busca esa página, ese blog, donde residen los poemas que voy dejando
y pincha sobre el enlace que le lleva al siguiente al que leyó, cuando pudo, la última vez.
No quiere mandarme mensajes porque no debe, a su entender, impedir esta catarsis
que se está produciendo, y que es tan importante para que mi camino se cumpla, misión
que nace de una fuente tan profunda que ni yo mismo tengo acceso.
Con la emoción que mi recuerdo le proporciona y al son del latido ascendente, punzante,
de su corazón, va leyendo línea tras línea, va entrando en cada palabra como quien abre
la puerta de su cuarto de juegos y vibra ante tanta expectativa, va imaginándose que yo
estoy allí, de repente, a su lado, y conversa conmigo como lo hacía delante de unas papas
\"aliñás\", con los ojos y los oídos atentos a las palabras que van brotando de mis labios,
callada, disfrutando de mi dialéctica, según me confesó más de una vez.
Termina el primer poema y alza la vista, al frente, y reflexiona sobre lo escrito, ata cabos,
procesa qué he querido decir y qué partido tiene ella en lo que digo, y emprende la lectura
del siguiente, así hasta que el tiempo para sí misma se acaba —la realidad es esa justiciera
bendita y maldita a la vez que nos juntó y nos ha separado, el amor tiene que disponer de
un nido donde desarrollarse, no queda otra.
He decidido escribir sobre ella a modo de homenaje. Llevo más de quince días sin recibir
noticia y sin atreverme a escribir porque no me apetece recibir de nuevo su ignorancia,
porque ni siquiera su respuesta me compensa, cuando esta, la última vez, me supo a poco,
a convencional y formularia, a cuando respondes por quedar bien, por no resultar grosero
cuando adviertes que la otra persona desea que le respondas.
He decidido que lo único que me satisfaría es que me demostrase su interés por querer
seguir sabiendo de mí, por intentar esa amistad que vaticinaba bonita y que estaba segura
de ello —me afirmaba en un guasa; y decirle que decida lo que decida no empañará de gris
su recuerdo, nunca, ese lo mantendré guardado en el cajón de mi mesita de noche.
El homenaje del que hablaba es porque hoy he decidido dar un paso más en ese proceso
de olvidarla, de más bien apartarla al espacio que tengo para los buenos recuerdos, un paso
que va a situarla en el mismo lugar que ostentan hoy el resto de mujeres importantes que
pasaron por mi vida, y que este paso conllevará un ritual ya pensado, muy pensado, y que
consistirá en eliminar su chat, ya definitivamente, y, si el tiempo lo permite, dar un paseo
por su barrio, Sevilla Este, muy cerca de mi casa, como manera quizá de tentar a la suerte
y propiciar un último encuentro, que ni por asomo se va a producir.
Solo de ella depende si...