Ando viendo álbumes viejos
de descoloridas cubiertas ajadas,
hojas pegajosas
como la resina untuosa del tiempo,
y olor a sepulcros blanqueados
con el almidón de diversas
escasamente ejemplares
historias incompletas.
Son testimonios acurrucados
en eterna posición de defensa
que observan a la prole de su prole
desde los rincones
de las casas grandes, pequeñas
o de mediana edad.
Se han ganado el título
de supervivientes de mareas
y de épocas siempre mejorables,
o quizá no. Quizá sí.
Con sabor a estantería abandonada
a su suerte, a papel mojado
y a marcapáginas en forma
de rosas marchitas,
les hacen hueco a vidas
que caducaron hace demasiado,
como delicados paños de hilo
enterrados en la memoria.
En cuadrados desvaídos se reviven
pequeños dramas que juegan al escondite
con los abrigos de cheviot,
los jerséis de cuello alto
y los pantalones anchos
que asoman bajo trencas
no aptas para la lluvia
en el otoño de las cosas.
Resultan tan sumisas
las fotos antiguas…
Fríamente dóciles como felinos
que admiten mirarte
a los ojos a cambio del cotidiano
pan y de tus abrazos.
Me he llevado toda la tarde
borrando las caras
de los protagonistas
a golpe de recuerdo,
con la muda banda sonora
del pasado martilleando
las sienes como una triste pérfida
canción de verano.
Los ancianos escupen refranes
cuando de nuevo miran al objetivo,
mientras ríen amargamente
con sus bocas desdentadas y sabias.
Los niños me disparan balas de corcho
con sus escopetas de plástico marrón y negro,
y las niñas sonríen tímidas,
casi en secreto.
Me enseñan sus vestidos
y sus muñecas nuevas,
náufragos insomnes
en todo un solemne océano
de recuerdos cautivos por voluntad ajena.