Cuando yo tenía ocho años, los curas vestían con negras sotanas muy largas. A penas se les veían las puntas y los tacones de los zapatos, que también eran negros y relucientes, como el gato de una amiga de mi madre. Todavía no se por qué razón relacionaba los zapatos con el gato y al gato con los zapatos...
En el colegio las buenas monjitas, veneraban a Don Tomás, que era nuestro Padre Prior, como si fuese un santo. Yo no lo comprendía muy bien por qué era un santo, si no estaba muerto, como todas las santas y santos que estaban en la Capilla y además , Don tomás, no tenía altar ni peana.
A las alumnas del colegio, desde muy pequeñitas, las Sores del profesorado, nos enseñaron a que debíamos de respetar a los sacerdotes y mirarlos como si tuviesen un halo de santidad. Así los veía yo, casi como ángeles que al vivir en la tierra, entre nosotros, se vestían de negro para pasar desapercibidos porque eran muy santos y muy humildes.
Cuando se celebraba en el colegio la fiesta de María Inmaculada, las Sores nos decían que teníamos que ponernos los uniformes de gala, la banda azul de pureza y la mantilla blanca, que nos llegaba hasta la orilla de la falda del uniforme. A mis amiguitas y a mi nos gustaba mucho aquella mantilla, la extendíamos y corríamos jugando a que eramos mariposas.
La Madre Superiora, para una fiesta tan señalada como la de la Virgen, siempre invitaba a varios sacerdotes de la Diócesis, para celebrar una Misa Mayor. Yo me preguntaba por qué, si eran santos y ángeles, no llegaban volando con sus alas blancas ni iban vestidos con túnicas doradas, cuando el festejo era en honor de La Virgen María. A mis ocho años no entendía casi nada del mundo de mis mayores. Cuando hacía preguntas a alguna Sor, nunca me daban respuestas a mi ¿por qué…?
Una mañana en la que, Sor Dolores, me llevaba a la enfermería (estaba muy enfadada conmigo, porque me había pillado masticando una goma de borrar que me hacia toser y escupir) delante de nosotras subía por la escalera Don Tomás, el Padre Prior, que se había recogido la sotana para no pisarla. Desde mi estatura lo más que le veía eran sus zapatos y entonces señalando sus pies chillé. ¡Lleva pantalones! ¡Es un hombre cura! Me gané a pulso estar castigada, por mi falta de respeto, cara a la pared durante diez eternos minutos.
Aquella mañana aprendí algo muy importante. Lo que parecía una cosa podía ser otra bien distinta.
Carmen Úbeda Ferrer. ©