En un tiempo oscuro, en un mundo de dolor,
hubo un niño valiente, que marchó a la guerra sin temor.
Con apenas sus sueños y su inocencia en la mano,
cruzó el umbral del miedo, hacia un destino desconocido y lejano.
Sus ojos llenos de curiosidad y esperanza,
pronto se vieron empañados por el fuego y la venganza.
Dejó atrás su infancia, sus risas y sus juegos,
y se convirtió en soldado, enfrentando los horrores y los ruegos.
Las balas silbaban a su alrededor, como un triste lamento,
mientras el niño, ahora soldado, luchaba sin aliento.
Sus manos pequeñas empuñaban un fusil,
defendiendo su tierra, su hogar y su país con fervor viril.
Pero en cada noche oscura, bajo un cielo estrellado,
el niño que fue a la guerra lloraba en silencio, desconsolado.
Extrañaba su familia, sus amigos, su risa infantil,
anhelaba volver a ser libre, a vivir sin temor ni fusil.
En medio del caos, encontró amistades en compañeros de armas,
unidos por la lucha, por la esperanza y las lágrimas.
Juntos enfrentaron el horror, compartieron penas y alegrías,
y encontraron en su camaradería un respiro en medio de la agonía.
Pero en su corazón, el niño anhelaba la paz,
sueños de un mundo sin guerras, sin destrucción y sin tanto afán voraz.
Deseaba volver a ser libre, a jugar bajo el sol,
lejos de las trincheras, lejos de la muerte y el dolor.
Y cuando por fin la guerra llegó a su fin,
el niño que fue a la guerra
se encontró ante un nuevo comienzo, un nuevo confín.
Aprendió que la paz es el verdadero tesoro,
y que la violencia solo engendra más dolor y desdoro.
El niño que fue a la guerra lleva en su alma las cicatrices,
pero también la determinación de construir
un mundo de justicia y matices.
Y aunque su niñez se vio arrebatada por la adversidad,
su valentía y su esperanza lo guiarán hacia la eternidad.