En el jardín florecía una rosa de esplendor sin igual,
con sus pétalos suaves y colores que hacían suspirar.
Pero algo distinto había en esta rosa especial,
pues se negaba a tener espinas, decidida a no lastimar.
Las demás rosas la observaban con sorpresa y admiración,
pues nunca habían visto una rosa sin protección.
Se preguntaban cómo podía sobrevivir en un mundo tan hostil,
donde las espinas eran su escudo y su sentir.
La rosa que no quiso tener espinas era diferente,
buscaba la belleza y la dulzura en cada presente.
Sus pétalos eran suaves al tacto, acariciando el viento,
y su fragancia embriagaba con su suave aliento.
Sin embargo, muchos la criticaban por su elección,
decían que era vulnerable, que le faltaba protección.
Pero la rosa seguía su camino con valentía y convicción,
demostrando que la fuerza no reside en la agresión.
Ella creía en el poder de la ternura y la bondad,
en el amor y la compasión como guía en su caminar.
No importaba cuánto dolor pudieran causar las espinas,
ella prefería abrir su corazón, ser fuente de alegría divina.
La rosa que no quiso tener espinas enseñaba con su ser,
que la suavidad y la belleza también pueden vencer.
Que no es necesario herir ni lastimar para sobrevivir,
sino cultivar la dulzura y el amor en cada existir.
Su mensaje se esparció por el jardín y más allá,
inspirando a otras rosas a elegir un nuevo compás.
Aprendieron que la fortaleza radica en la comprensión,
y que la belleza verdadera se encuentra en el corazón.
Así, la rosa que no quiso tener espinas floreció,
brindando su ternura y su amor a quien la observó.
Y aunque su camino no fue fácil ni exento de dolor,
dejó un legado de paz y dulzura, eterno resplandor.
Que su ejemplo nos inspire a ser más amables y compasivos,
a cultivar la belleza interna, ser auténticos y creativos.
Pues la rosa que no quiso tener espinas nos enseña,
que el amor y la ternura son la esencia que nuestro mundo llena.