Los colores desgastados por la ansiedad
expelen un perfume que retengo.
Exploro las reacciones de lo cercano.
La verdad, disfruto, de la explosión en mí,
metamorfosis plañidas e imprevistas,
la comodidad en la transformación
y la extrañeza de lo real que desnudan
el exilio seductor de la quietud
y de la ilusión del movimiento.
Insolación, páramo y sonidos.
Hospedo una palabra que dobla espigas
y dora el hogar lejano
tejido de chapa, madera y sol.
El camino salpica sombras y retrata gallinas
cruzando calles y un ovejero alemán
emerge de la cuneta y me acompaña.
El viejo Argos, perro imbatible,
en la carroza del viento
golpea enérgico la tierra
para elevarse en el polvo.
Polvo y mosquitos retratan el pueblo.
Los ladridos muerden la atmósfera
y en el camino recupero
las bestias solitarias de la lomada.
Ecos del horizonte
empuñando otro pueblo virgen
confundido con los árboles autóctonos,
soñados por la tierra y el atardecer.
Los murmullos, fantasmas del monte,
secundan el pensamiento
de un joven irreal,
cuya figura endeble adelgaza
y ya pertenece a la ausencia.
Los fantasmas hacen dedo en la ruta,
refractados por el sol, y la lejanía.
Fabrico un pueblo que aturde
y extravía los murmullos del espacio
con el temblor de la vegetación.
Óleo de pueblo deshecho.
Caen árboles a causa del olvido.
Caen árboles de la vida de los montes.
Talan pueblo y memoria del seno del monte.
©JLGalarza