Se agota el tiempo, Jesús esta allí.
¿Pero qué, le llevaré?
Si quimeras deshojadas, es lo que me queda.
Tal vez... pan recién amasado con mis manos.
¡No comería, pan de manos de pecadora!
Y si le llevo un fino velón tornadizo.
¡No, no lo necesita! Él es candil del mundo.
¡Ya sé, le llevaré, un suculento pez!
Pero, Él los reparte a cientos de personas escasas de alimento.
Buscando entre mis enseres, encontré, una vasija de alabastro,
fina esencia de nardo que guardé con recelo para un infortunio.
¡Está resuelto!
¡Esté, será mi regalo para Él!
Corriendo a aquella casa, pensaba como reaccionaría con mi presente.
No alcancé, ni siquiera a envolverlo, como se debe.
Cuando llegué a aquella casa, el corazón se me salía por las manos.
Temblaba como nunca.
He sido mujer fuerte, pero me sentí derrumbada.
Tan sucia, tan impura y pecadora.
Pensé en devolverme a mi casa a llorar.
Pero cuando escuché su voz...
Sentí tanta, tanta, paz...
que me decidí a entrar.
Él estaba ahí, compartiendo palabras hermosas.
Como néctar de primavera,
enjuagué sus cabellos con aquel perfume.
Fue un beso ferviente en su frente.
Mis manos eran como ruiseñor en sus cabellos.
Tiritaban felices, mientras los vientos cantaban,
melodías de alabanza.
Cerúleos rostros se marchitaron en la sala.
Enardecidos por un acto de amor imperdible.
Creían poder sustentar el mundo con mi derroche.
Aquel perfume nunca enmudeció,
fue contundente su exquisitez y su finura.
Y hasta el día de hoy se percibe en la historia.
Aquella mujer será siempre recordada,
por su acto de amor.