Una Orquídea en mi mano
me perfuma cada poro,
cada espacio de mi cuerpo
y al mirarla me sonrojo.
Ella siempre me acompaña
cuando sufro, cuando lloro
y sus pétalos seducen
a mis tristes negros ojos.
Su corola delicada
suavemente yo la toco
con la yema de mis dedos
que recorren todo el dorso.
¡Ah su piel de terciopelo,
en mis versos hoy la esbozo
con ternura y sutileza
y no digan que estoy loco!
Y si loco yo estuviera
por sus pétalos hermosos
la locura extendería
paso a paso, poco a poco,
por su brillo y su fragancia
que me bebo sorbo a sorbo
como miel de la colmena
con su dulce tan sabroso.
Y esa flor apetecida
me provoca mucho gozo.
¡Qué finura de silueta,
y qué pelo tan precioso
cuando gotas de agua caen
deslizando por sus hombros
y sus hojas delicadas
donde la mirada agoto!
Es la flor exuberante
de raíz, hasta el cogollo:
¡Esbelta, olorosa y bella!
¿Y cómo lo niego, cómo,
si alimenta mis sentidos
en mis días cenagosos?
La Orquídea es bella dama
y en el alma yo acrisolo
sus aromas y colores
cuando sus labios me como
con los besos que disfruto
cuando estamos siempre solos
degustando las dulzuras
con sus labios tan jugosos.
Y hoy que estoy enamorado
voy pensando en lo que somos:
¡Somos río de agua fresca
con su fuerza, con su arrojo;
somos cielo despejado
que no pinta ya brumoso!
Somos cerros verdecidos
donde crecen muchos sotos
que nos dan sus ricos frutos:
amarillos, verdes, rojos.
¡Somos lago de agua fresca
y lagunas en reposo!
Y ella, esa montaña virgen,
¡Qué encantado siempre exploro!
El jardín donde florece,
aunque llegue el triste otoño
donde soy el jardinero
¡Qué la cuida con encomio!
Y eso somos, somos eso,
somos todo, todo somos:
«La Orquídea de mis sueños
que en mi pecho la atesoro».