Me reconciliaré con las aguas
de aquel verde estanque donde,
una niñez cualquiera, aprendí a soñar
historias de mortales y de dioses
bajo el indeciso sol de noviembre.
Dejaré mis armas de cartón entre
las hermanas adelfas de la orilla;
les hablaré a los dorados peces
acerca de la vieja casa donde crecí,
o bien sobre sus alicaídos sauces
de azulada sombra.
Volveré a hacer poemas dedicados
a las pleamares de la vida, a la soledad
y a los amores imposibles.
Me trenzaré una corona de algas
a falta de ajadas hojas de olivo,
estrenaré un alma recompuesta
con los jirones blancos de una bandera
a media asta hecha con los seis pétalos
de la flor de un junco.
Lo haré en memoria de los inocentes
que cayeron en tantas apátridas lides
de épica bastarda y romanticismo errante,
asidos a lo que habría de ser su última
y vergonzosa trinchera.