Se retuercen los tornillos espaciosamente
abajo la masa de aire alienta, hace deslizarse
al muerto, con la boca de frondas turbulentas.
El esternón del muerto llena de hormigas sumergidas,
las algas del paredón infectado, en la matemática inusual
del soliloquio intercalado. Son dos o tres dioses
los que quedan, mitad hombres, y con nombres
de animal, en las veredas y en los sacos llenos de almendras.
Donde el polvo cría majestuosamente labios y bocas negras,
de racimos solitarios en lo brusco del apetecer cotidiano.
Se vuelcan miles de litros de sangre, en las paredes
y en los límites del barro, donde se prosigue con la faena
efímera. Sus labios son de seda, y el corazón le persigue
con laurel aproximado. Le retuercen las circulares órbitas
doradas. Por la orina resbala el desdén del hombre
hacia su ciclo, y se prosterna y se eliminan, masas ingentes
de columpios. Nada ya parece normal, en las escuelas
de tiernos coloridos apaciguados. O en las fosas nasales,
en que la mujer golpea el racimo de oro lleno de uvas.
Pero bueno, tampoco tiene mucha importancia. Dicen
las malas lenguas. Aquellas que vomitan su eterno divagar,
por eternas farolas sin sentido, polillas del alrededor neutro.
Yo bajo las escaleras, para asumir su pérdida. Para dormirme
y encarcelar un tornillo en su primaveral esencia.
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