Hay que mirar más allá
de lo ordinario, de lo esférico,
de lo mortalmente obvio;
hay que traspasar el arco del origen,
romperle los contornos,
grafitearle la figura;
hay que retar a lo invisible,
anular su transparencia y
trazar las metas del futuro.
Uno sueña, vislumbra:
la mirada se vuelve trino de
cresta deslumbrante y
se apropia del abismo blanco,
de la cal y la ceniza que
reverbera en cada parpadeo,
de lo ínfimo, lo infatigable,
lo azarosamente detenido
entre la esfera que rueda y
el estallido que despierta.
Todo viene del ojo.
Todo culmina en el ojo.
Solo las formas pueden salvarnos,
llevarnos de lo recto a lo redondo,
de lo plano a lo profundo,
de lo vano a lo sideral.
Pero el ojo también se cansa,
requiere de la imaginación, del fulgor,
del torrente afable de los favores derramados,
o de lo contrario se nos vuelve un
ogro peligroso de venas machucadas,
de ventura diluida, casi amorfa,
donde luchan héroes sin caballo y
solo piensan en volverse sombra.
Hay que mirar más allá de lo infinito,
de lo metafórico, de lo absolutamente vital,
porque el ojo solo ve,
en cambio la mirada sueña.
Hay que soñar como el niño que se mira
en el espejo y vislumbra un héroe.
Hay que soñar como la niña que mira
una muñeca y vislumbra un palacio.
Decir agua y sentir el río.
Decir tierra y oler el bosque.
Decir nube y desatar el trueno.
Hay que soñar más allá de la planicie gris,
ignorar los muros de furtivas grietas,
evadir los relojes que giran sin marcar la hora,
olvidar los ritos de velas derretidas
y soñar como los dioses que miran
estrellas a través de nuestros ojos.