No intento sorprender a la soledad
ni siquiera intento interrumpir sus silencios
sublimes, casi acariciables, al menos con el pensamiento,
encantadoramente misteriosos en su mutismo
que obliga a aceptar el destino
sin alarde de muerte u olvido
de fe o melancolía.
No intento surgir por encima de su encanto,
de los atardeceres entre nieblas,
que me sorprenden junto a ella,
con el papel en la mano pretendiendo un verso,
o en las congojas de los recuerdos,
que brotan en su afonía.
Ni siquiera busco conocer su origen,
ni el hecho súbito de ¿cuándo nace o desaparece?,
o la extrañeza de no sentirla volar entre mis juicios,
cuando se apaga el fuego de mis ansias,
con las aguas frías de los años,
que surgen implacables en mis canas,
como un orden nuevo y decadente.
No sabes soledad, que todo este alarde,
de nostalgia, recuerdos y silencios,
es para justificar el paso,
de una ahusada juventud, que casi muere,
entre almohadas y neblinas desahuciadas,
buscando en la prosa la condena,
para una fábula de tristeza ya marchita.