¡Sí! la memoria es el único viento que he visto regresar, el único viento que pueden sostener mis manos. En cada uno de nosotros habita una ventana al pasado, reside una concha que anida nuestros recuerdos más memorables. En aquellos años de infancia, —el legendario zaguán de mi tía Tere—, siempre fue una especie de oasis, un lugar sagrado que rellenaba nuestro cántaro con el agua más dulce, un huerto de cerezos en medio de la ciudad.
Abordar aquel recinto nos reconciliaba con los rituales. Todo iniciaba con el trinar de los pájaros del fondo que no eran más que flechas de suaves flores y fruta fresca para el oído, sonidos de seda agrandados por el eco. Luego, mi tía Tere emitía un peculiar silbido, una señal que todos entendíamos como una alfombra tapizada de la más cálida de las bienvenidas, era sin lugar a dudas un vórtice de ternura infinita.
El olor de aquel vestíbulo era una cita con la tierra mojada, con la sombra después de caminar por el desierto, era una cita con una hermandad irremediable. Un árbol de abrazos siempre crecía en aquel recibidor. Mi tío Manuel, — Esposo de mi tía Tere —, solía sentarse en una banca de madera con el rostro apacible y la serenidad de mil monjes. Él solía desplegar una pregunta infaltable: “¿Cómo está mijo?” mientras sus manos se estrechaban con sobriedad con las de todos nosotros.
El zaguán de mi tía Tere siempre fue una pincelada para colorear nuestro día, tarde o noche, fue una pila de agua fresca de la que bebimos todos, hermanos y primos.Acudimos a él tantas veces, y gracias a él creció en nosotros un poema de nostalgia.
Aquel zaguán siempre fue un altavoz y su tibieza se revelaba con las palabras de mi tía Tere: — ¡Ya mero está el Pozole!, — ¿Quién va a querer ponche? — ¡También hay canela y tamales!, — ¡Todos a rezar!
Ayer, mi tía Tere me regaló unas tunas y me reencontré con su zaguán. El zaguán se me reveló como una luciérnaga que no la desgasta el tiempo, como un sol que no conoce de caducidad. De pronto, se me ocurrió tomarle una fotografía, y al revelarla, sentí el tacto de las voces que están y ya no están con nosotros.