El sol no quiere salir,
acaricia un trozo de
viento.
Relámpago.
De repente un relámpago,
la mañana tiembla de miedo,
los pájaros llaman con sus trinos
a los pájaros y salen en desbandada.
Las nubes huyen de repente,
la lluvia no se atreve a llorar
y el sol sigue brillando a pesar
de los pesares.
Salgo a la ventana a ver qué sucede.
Veo, al trasluz del mal tiempo,
una cortina de agua hacia el oeste,
y sonrío —pienso que hace falta—,
y giro la vista hacia el interior
de una habitación penumbrosa
—me pone triste la falta de sol.
De repente, cual brotó ese relámpago,
se produce un milagro de colores.
Un arco enorme, abarcando la estampa
que podía ver desde mi posición,
hace acto de presencia llenando el gris
reinante de una paleta que va desde
el azul malva hasta el rojo intenso.
Celebro, de repente, con la expresión
de mis ojos la buena nueva, y giro la vista
y el cuerpo hacia un interior ya diferente,
con más vida, como si una mano incierta,
bendita y angelical posara su optimismo
sobre alfombras y muebles, sobre la faz
de una cama deshecha, sobre su foto,
sobre mis ganas de volver a verle.
Todo va volviendo a donde estaba.