Enciendo el televisor y en todas partes
me persiguen los signos del desastre:
incendios en Tenerife, Hawái,
inundaciones en Haití,
enfrentamientos en Sudán.
Tanto en la calle como en mi casa
más de la mitad de las conversaciones
gravitan sobre las mismas palabras:
«aquí no hay quien viva», parole, visa, avión,
todo más caro y en la bodega menos arroz.
Entonces no sé dónde poner mi ensayo
sobre el anticolonialismo de Martí y Retamar,
mi militancia, mi rabia, a quién le escupo
en su cara la sangre de Las venas abiertas
de América Latina o le explico los datos
del cambio climático y le hablo
de la noche que se nos viene encima.
¿Qué puedo hacer? ¿Por dónde empiezo?
¿Voy al surco, a la lectura, a la pelota,
a una guerra en otro país? Me asedian el
calor, cada bala. Me revienta el corazón, María,
esta traición a las manos que sostienen nuestra patria,
no sé si aún preguntamos «¿Sobre qué muerto
estoy yo vivo?». Y este renunciamiento masivo
a la alegría de ser cubanos ¿Dónde quedaron
las mulatas en todos los puntos cardinales?
Yo sigo sin respuestas que ofrecer,
prolongando criminalmente las interrogantes.
Pero encima de todo o de nada todavía me quedan
deseos de vivir –no sé si los merezco–,
pero te quiero imaginar conmigo aquí.
No me ocultes de la realidad: lánzame
en su centro, envuélveme en sus llamas.
Tus ojos desnudarán los senderos perdidos
hacia las utopías de la patria.