Detuve una mirada pausante,
entre edificios viejos y arruinados,
en un cielo de plata atravesado por un sol naciente,
y al mismo tiempo poniéndose...
Senti las gotas, estáticas,
en el aire virgen y fresco,
no entendiendo si alucinaba
o soñaba en esa tarde de marzo.
Olvidé el ser en ese cándido avistamiento,
las dulces retinas no pudieron más
que alimentarse de ese arcoíris fluido,
de colores diestros, e interminablemente
gigante...
Él se mostró natural y distante,
desdeñando cantares y conservando
una omnipresencia inaudita.
Observé su curva perfecta, rígida y tan frágil,
sus líneas de colores fundidos y exaltados
por esa nube plomiza y diferente,
que por detrás abrazaba en un sentir pleno,
contribuyendo a su ya absoluta hermosura.
Sentí un eterno palpitar que duró añares,
luego del cual rendí ante mi corazón cautivo
y busqué por doquier esa alma,
con la cual compartir esa naturaleza celestial.
Mi maravillar duró segundos
y comprendí que estoy solo
ante esos únicos momentos airosos.
Como imán nuevamente
conservé un instante más, eterno,
esa ráfaga distante y sutil
que daban sus colores
en demasía vivos.
Pregunté, le pregunté,
una vez más, dónde,
en qué lugar estaba...
...ese amor venidero y particular...
No se quién respondió,
si el dulce arcoiris, o mi blanca alma,
la respuesta dobló mi pesar, lo molió
como si nunca hubiese existido.
El amor está dentro mío.
Para dar.