¿Qué le ocurre
a un libro cuando
está cerrado?
—Michael Ende.
Mirando la pared.
Se quedó mirando la pared, no entendía, cómo podía ser.
Ayer, yendo por la calle, a la altura del semáforo verde
que de noche se le refleja en la pared, sintió una embestida,
como si viendo una función de teatro, de repente, se arriara
el telón, un telón rojo de sangre.
Estaba en la cama, sin saber qué pasos le condujeron allí,
sin dinero en la cartera, con todos los documentos...
La besé.
Ella, morena azabache, se me aparecía de costumbre
por la mañana, antes justo de que el sol se dignase
brindar su luz a todo el orbe, justo antes.
No sabía —ni sé todavía— su paradero, su procedencia,
si efectivamente era real o meramente una representación
andalusí de mis deseos más profundos, no sé, ni sabré...
La besé sintiendo que su lengua me bañaba de placer
todo el contorno palatal de mi boca, fue de una sensación
no antes sentida ni vivida y quise, desde ese momento,
que esa visita fuese un continuo, un ritual protocolario,
un para siempre...
Nunca le pregunté su nombre, ni ella a mí tampoco,
nunca se encarnó, solo era vapor de agua, ilusión.
¿Quién sería?
¡Siguiente!
Son ya las once de la mañana, acababa de desayunar.
Vicente era y sigue siendo funcionario, agencia número
cuatro de la administración tributaria de un pais cualquiera.
Estaba en ese instante en plena vorágine. Corría mayo
y la largura de las colas hacía interminable la jornada y agua
de mayo cualquier descanso por nimio que fuera.
Cuando, en una de estas, se atrevió a levantar, casi leve,
la mirada del sinfín de papeles contra la mesa la vio.
Rubia, con la misma sonrisa que cuando el bocadillo
del recreo, era igual, los años no han sido años sobre su aspecto,
sobre su encanto natural, su frescura, era increible.
Esa contemplación sorpresiva, repentina, le dió una especie
de impulso —ganó en intensidad y eficacia desempeñando
su trabajo—, pero cuando llegó ella vio a otra, desconocida...