Mi padre solía levantarse muy temprano, buscaba la cocina casi de inmediato al salto de la cama. La pava al fuego, azul, tiznada por tantas mañanas repetidas, cansadoras.
Acomodaba la yerba en su mate de acero sin fijarse, automatizado, luego el azúcar y un poco de café.
El agua hirviente chorreaba sobre el espeso crisol verde y desafiante posaba sus labios curtidos en la bombilla de latón, no eran para compartir pues solo el lo soportaba, como si fueran un desafío a la hombría, así calificaban sus mates. Sus sorbos crepitaban en el silencio de la mañana, dos, tres veces se repetían con ese cariño que sienten los que se deleitan con el último jugo que entrega la yerba cocida.
El solía quedarse en silencio mientras sus pensamientos vagaban difusos, tal vez lejanos, ora más cercanos: el trabajo, cuentas que hay que pagar, infancia, el sustento familiar…¿?.
Cuando el ritual terminaba se mudaba al taller donde vendrían más mates, más pensamientos, más días. Sea como sea era dueño de sus rutinas, no se si le gustaría ó era feliz en esos momentos, pero nos hacía sentir que sí lo era y pareciera ser que el tomaba “sus obligaciones” como si se tratara de un compromiso de palabra con la vida. Ante una cuestión al respecto el tenía un “yo estoy bien, hago lo que me gusta”. Yo no estaba tan seguro de que fuera verdad, pero la rebeldía de mis escasos años hacía que me ocupara de mis propios asuntos y así pasaban los días.
Una vez nos prometimos pescar en el mar, ese que vemos en las fotos de las revistas, donde se muestran espléndidas piezas capturadas por los expertos y que alimentan nuestros deseos de ser los involucrados y no meros espectadores.
Luego de largos cabildeos y excusas vencidas, negociamos el cuando y donde, pudimos salir hacia alguna ruta que nos alejara de la comodidad de lo conocido y que nos llevara a la aventura de alguna parte, que sea como las que vemos en la televisión.
La ruta nos llevaba y la rutina se hacía un puntito cada vez más y más pequeño, con la promesa del mar, allá donde los caminos se cortan y lo hicimos con los mates derivando de mano en mano hasta que el destino nos detuvo donde los ruidos ya no son familiares y el aire tiene ese olor inconfundible a sal.
Armamos campamento y vimos caer la tarde. Salía la luna desde adentro del agua y pudiera jurar que lo hacía escurriéndose el agua de su contorno mojado, redondo, amarillento, mientras el viejo y yo aprontábamos los equipos de pesca, completando carreteles y recontando las líneas que íbamos a usar.
Pronto me sumergí en mi mundo y la línea que colgaba de mi caña, ese hilo plástico que penetra en la profundidad y que te conecta a través del dedo con un universo invisible. Mientras en la mente se dibujan paisajes del fondo marino y ves venir e irse potenciales presas casi siempre enormes que nos llenan de entusiasmo.
Cuando mas lejos estaba, percibí esos inconfundibles ruiditos tan familiares que me hacen voltear la cabeza, eran sorbitos a la bombilla, esos que sonaban de mañana y que yo oía desde mi cama. Veo al viejo despatarrado en la hierba, apoyado en un codo y con su mano ofrendando el mate al horizonte lejano, inconcluso. La caña estaba tirada a un lado, sin importancia, como una excusa ya cumplida, y él mecido por la brisa como una hoja colgada de una rama. Inmediatamente supe por primera vez lo que estaba pensando, pues era transparente, legible, no hacía falta pregunta alguna, por primera vez supe que el viejo estaba pensando en nada.