Quería que se escuchara,
que se escuchara de fondo
el ruido estúpido del televisor,
de las náuseas enraizadas en el estómago,
de las líneas marcadas como surcos
en los labios sin reír. Quería
que se escucharan estos sonidos:
el del tractor, rudimentario y triste,
del mediodía; el ruido perceptible
del desconsuelo y la agonía de las sierras eléctricas,
o aquel del sueño que se entrecorta por las avenidas
engendrando un monstruo por cada diosa caída.
Por un extraño suceso, de tacón -punta- tacón,
de tobillos torcidos, de túneles llenos de pájaros,
se escuchan en cambio, las advertencias
fúnebres de las pompas y oropeles falsos.
De las modelos y los maniquís idiotizados.
Detrás, muy por detrás, quedan los sueños
sin metal; las voluntades retorcidas, los venerados
sueldos de calderillas, las fragancias baratas
y los caldos humeantes y estériles.
Hay que poner en tela de juicio la risa espontánea,
el llanto y la música, la brusca apetencia, y el lugar
incómodo donde conversan mesas y pezones.
Hay que esterilizar con agujas, las tartas sucias
de los camareros, el ojo invisible de las zarzas,
las argucias insensibles y económicas
de los arquitectos del declive. Se podrá
pisar de puntillas la hierba, cuando el sol ocupe su franja
rosa, y el suicidio de los golpes y las manufacturas,
preserven las formas apáticas de los idilios.
Mañana será tarde, para volver a los ídolos sugerentes,
para besar el pie de los pedestales, para extremar
las cautelas y calentar las aguas termales.
Será entonces, un ruido de besos como víboras,
glosando la vida sin espíritu, el que proteja los vasos
sanguíneos y esas monedas sin dureza ni débil consentimiento-.
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