Estamos hecho
de tiempo,
no de mar.
—Guadalupe Grande.
Era de esperar.
Era de esperar que el tiempo
—ese punzante venablo—
hiriera el sentido de las cosas.
El reloj —ese inquebrantable—
existe nada más para quien
lo lleva en la muñeca, y comprime
desde dentro el denso deambular
de la sangre, arriba y abajo, sístole
y diástole, arterias, venas, capilares
y toda su tropa bombeando vida
para que la vida no anhele la falta,
la ausencia vaciante de su líquido.
Cuando miro el álbum de fotos,
cuando miro el ayer con ojos de hoy,
llego a la conclusión de que el ayer
es simplemente una parada anterior,
una marquesina con asientos rojos
que dan cobijo a algún que otro pasajero
para llevarlo al momento presente,
y sin este, aquel no tiene sentido...
Miro las fotos, era de esperar, miro
cómo la vida va huyendo de la carne,
cómo el tiempo es el más destructor
de cuantos agentes erosionantes
pueblan el universo —y me callo
en silencio—, y tiemblo al pensar
que todo se desliza según una causa
y un efecto, que sin este ni aquella
todo el suceder de la vida no tiene sentido...
Era de esperar que fueran estos
y no otros los pensamientos que volaran
al ver el álbum de fotos. Es el pasado
que llama a aldabonazos a la puerta
del momento en el que, precisamente,
estoy mirando aquel, sintiendo, viajando
en el tiempo cuando el tiempo nunca,
pero nunca, ha gozado de estaciones.
Cierro el álbum porque los dedos
que lo tocan están empezando a quemarse.
Busco árnica, un jarabe, un alivio momentáneo.
Lo supe, era de esperar que sucediera.
Levanto la vista hacia la nada,
descanso la presbicia, bebo agua,
pongo música para amansar la tristeza
que llevo dentro, y respiro... hondo.
El tiempo sigue pasando sin mi permiso.
Miro al cielo por si algún dios se digna
rescatarme, bañarme en ese queso Filadelfia
que las nubes guardan en sus estantes.
Miro y busco un consuelo, una filosofía
que me ofrezca la manera de sortear
los cadáveres que voy dejando en el camino...