Raiza N. Jiménez E.

Él era Marte.-

Hoy, al fin, he mirado el Sol, descorriendo el velo.

Mi mirada surcada va, por un par de ojos dorados.

Por momentos, creí que estaba en el mismo cielo.

Presta estuve a besar, su boca y sus ojos callados.

¡Sus bellos ojos de ámbar enceguecen mi alma!

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Nunca pude imaginar que tanta hermosura varonil,

la hubiese concentrado mi Dios, en un solo hombre.

Más extasiada me quedé, al mirar su trato tan gentil.

Y pensé: no puede haber algo más que me asombre.

¡Engaño en verdad, ya que no había visto lo demás!

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De reparar hube después, en su plateada cabellera,

la que, en forma de sobrio marco, surcaba su rostro.

Y su sonrisa, era su encaje perfecto, quién lo dijera…

A sus pies caí rendida y en devoción, casi me postro.

¡Ante mis ojos de asombro miré la réplica de Marte!.

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Su madurez otoñal irradiaba en mí, una fuerza secreta.

Era su manera de hablar, era su forma altiva de andar.

Y son sus manos de palmas, lo que a mi alma inquieta.

En toda esa loca fascinación, lo que le quiero es amar.

¡La madurez en un hombre, no siempre trae sensatez!

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Ante mí todo quedó develado y no hay ningún secreto.

Con cada gesto, con su sonrisa y con esos aspavientos.

Pude pasear, por su Ser y se fueron mostrando los retos.

¡Alerta! me dije como mujer: Acá, no cabe el desaliento.

¡Por este amor que yo siento, no vivo si me arrepiento!

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La noche llegó de prisa, para afirmar que: era mi encanto.

Cómo nos cambia la vida, si es que nos mandan el amor.

Sin prisa, sin aviso, sin querer y como un trance sacrosanto.

Este amor, trae en su transitar, la fuerza de su esplendor.

¡Aunque  su amor no sea santo, me animan sus encantos!

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¡No siempre tienes un Marte y, por un amor como el suyo,

no hay arrepentimientos y no tendría espacio, el orgullo!