Quiero escribir,
pero me sale espuma.
—César Vallejo.
Me desperté y no estabas.
Supuse baño, y cuando volviste,
revestida en un satén egipcio,
te depositaste en mi cama sedienta,
echándote al colchón como una boa
que aspirara a constreñirme la boca,
y después, hacia abajo, el resto
de mi lujuria desatada, abriendo
las fauces como si de compuertas
de buque se tratara, y comerme;
disolverme cual si fueras, en vez de Rocío,
una sustancia acidulante, incolora
e insípida, que no pudiera advertir
su presencia para no levantar mis armas
en contra, para que tu ataque, por sorpresa,
fuera irreprimible y me devoraras;
me sorbieras como una mantis religiosa
que hubiera depositado sus hábitos
en mitad de una sacristía y quisiera vengarse
de tanto dios incomprensivo, desatento
con sus más intimas apetencias, y me comiera
como si fuera la única fruta prohibida
que quedara en las estanterías del supermercado
de la esquina.
Te abalanzaste.
Te me echaste encima de la piel y me secaste
una sudoración que ya olía de tanto deseo
insatisfecho, sorbiste cada una de las esquinas
que definen mi vacío, cada callejón sin salida,
sin alma, sin calor, y bañaste de dulce almíbar
un bizcocho seco, sin vino, sin sal ni ajonjolí
que dieran algo de gusto, antes.
Reptabas como una boa gorda, pesada, atigrada
en el dibujo sobre tu piel, apretando cada uno
de mis límites cada vez más, más estrechos, aire
huyendo de mis pulmones hasta los tuyos, fauces,
las tuyas, llenas de líbido y semen, de pulpa roja
de una sangre que va huyendo de tus venas,
de tu olor a pan de tahona recién horneado
que se deja oler en todo el barrio, y es delicia
para un paladar ausente como el mío, sin tu flujo...
Venías del baño, o de la cocina, no me acuerdo.
De lo que sí me acuerdo es de que me comiste
como se come un bocadillo de madrugada,
después de una larga sesión de copas y disco,
de risas y saltos que abarrotan de ganas el apetito.
Así me comiste, y yo; no fui a la zaga...