Luis 091

El hombre del calcetín rojo

Ahí yacían, ... sobre la acera,
coprotagonistas del improvisado plató:
el pequeño charco de sangre,
el horror, la sospecha y el silencio
-ese silencio que aturde-
junto al malherido níquel de unas llaves
y cuatro o cinco monedas a juego.
Y por encima de todo, el escalofrío
que deroga los estómagos.

Olía la calle como a sueños sin usar,
a primavera, a sábado de feria,
a día de circo.

Sensuales maniquíes, azules imposibles
y olas paradisiacas clonados en pantallas 4K.
Milagros tecnológicos a plazos
para estrenar tras los cristales
también intervenían en la escena
(dentro de sus limitadas posibilidades)

La policía repartía órdenes
oxazepam los psicólogos.
Rebajas y cláxones aguardaban mudos
el desenlace de lo ya finiquitado.

Abrazos, lágrimas, miradas cruzadas
como abrazos.
Hasta el humo de los coches
destilaba ahora humanidad.

Todo era uno: la tibia tristeza
que aprieta e iguala a los distintos,
el asombro, el pulso de los transeúntes,
el rictus nervioso en sus rostros.

Y también el perro pekinés con jersey de lana,
el culo perfecto de la rubia del cuarto,
la insolente barriga del portero
o la tienda de apuestas, inauditamente vacía,
(incluso las entumecidas funcionarias
de aquella sede pública
a la vuelta del Centro comercial)

Esa incipiente llovizna,
la boca del metro masticando el tráfico de preguntas,
el éter gran angular de los edificios centenarios,
el sol amargo y feliz de la cerveza,
las palomas municipales bañadas
en luz neón y la nube de teléfonos móviles...

Todo, todos y todo junto eran uno
y tan poco, por aquellos largos minutos,
ante ese cuerpo roto al que le faltaba un zapato
-de aquel hombre del calcetín rojo-

frente al supremo espectáculo,
al arte inescrutable y transgresor
de la muerte en vivo y en abierto.