Sucedió en los tiempos de los tiempos y de manera casual en donde en todo lugar se invocaba el augurio de los libros.
Quizás él no supo que todo estaba escrito. Ávido lector de ciencia ficción creyó que podría asir la verdad de todas las verdades.
El conocimiento, la mayéutica, pensó, estaba en la escritura de todos los libros; él no se quedaría atrás , lo intentaría.
Fue ese día en que se internó por horas en la magna Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Pidió tantos libros como podía.
¿Cuántas horas pasaría allí? no le importaba, ese lugar estaba abierto las veinticuatro horas.
Quería conocer hasta dónde su mente podía y retener la suma de las verdades escritas desde los tiempos más remotos.
Cayó en sus manos el cuento de Jorge Luis Borges: \"La Biblioteca de Babel\" y se hundió profundamente en su lectura. También dentro de los libros que arbitrariamente había pedido estaba \"El nombre de la rosa\" de Umberto Eco.
Pudo conjeturar que el cuento de Borges y la novela de Eco tenían coincidencias que lo abrumaban: el monje bibliotecario ciego, la ceguera de Borges, la mudez y el castigo de la sonrisa en un Monasterio perdido de la Edad Negra, y tanto más. Se entusiasmó y una sonrisa se dibujó en sus labios.
Entonces tomó una lapicera y empezó a tomar notas de dichas coincidencias.
Qué pasó después, es algo que no puede ser contado si el lector no conoce de la avidez por la lectura y ese raro sentido de querer asir el todo.
De pronto, luego de horas o minutos o la centésima parte de un segundo, queda a tu criterio , lector; el espacio tridimensional de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires se ensanchó en forma errática, aparecieron triángulos, pentágonos, hexágonos y humos y tinieblas, la gente había desaparecido y una serie de eventos indescifrables sucedieron para su mente ya afiebrada.
Luego tronó un incendio inexplicable y una invasión de aguas turbulentas lo ahogaron y ya no pudo moverse. Cayó de su mano la lapicera marcando un son trágico. Los libros habían volado.
¿Qué hacía allí? En un prácticamente desconocido edificio? Tratando de entender no sabía qué.
¿Es que su razón ya fallaba?
¿Qué sucedería después? Era verdad lo que acontecía o una alucinación de la que pronto despertaría?
Supo antes de morir o enloquecer, no se sabe, que había tocado el punto negado para el hombre.
Ese, el de creerse el dios que omnisciente todo lo sabe.
Pasaron por sus ojos en enloquecida y desordenada resurrección: el álgebra de los persas, Atenas y Roma, el Mesías, la Pasión y la Resurrección del mismo Cristo, la Comedia perdida de Aristóteles y la Tragedia, James Joyce y la Ilíada y la Odisea, Séneca, Constantino y Carlo Magno en su intento fallido de traer a su Imperio la luz de la razón y la lectura sólo permitida a los monjes y sus Abadías.
El letargo mortal llegó en lapsos que no pueden conocerse.
Sucedió, repito, en el tiempo de los tiempos es decir: en la línea infinita en dónde se inserta el sin sentido del segundo y el espacio, todo fue, es y será presente para el dios en que jamás creyó.
Sólo se sabe que una sonrisa divina acompañó su último y racional pensamiento.
(Patricia)