Frida Alcántara

Instinto de vida y muerte

¡Ney! Gritaba mi mamá a la hora de comer, o cuando necesitaba algún mandado. Podía salir a jugar con los vecinos, siempre y cuando no me saliera del radio de su voz. ¿Por qué decidió darme permiso de salir?, la respuesta es simple, porque si ella no me daba permiso escapaba.
Tenía menos de tres años cuando empecé a escapar, aún lo recuerdo; mi madre estaba embarazada y yo quería un hermanito; estaba muy ilusionada, se iba a llamar como mi papá, Marquitos. ¡Ah, como quería a mi hermanito!, cada vez que pasaba un avión le pedía que ya me lo aventara y yo lo iba a cachar y a cuidar. 
Mi mamá hacía la comida, se acostaba y se quedaba dormida; yo iba a la tienda que estaba como a tres casas, le pedía a don mecho que me fiara una coca; el refresco ya venía sin corcholata, se lo ofrecía a mi mami; no recuerdo su actitud al recibirla, no sé si se enojaba o me miraba con cariño; solo sé que los días subsecuentes me encerraba con llave, me acostaba junto a ella y me daba una “novela”, de esos libritos con dibujos, cada personaje tenía un   globo en donde se escribían sus diálogos, pero yo no sabía leer. 
Cuando mamá se quedaba dormida me levantaba, buscaba las llaves, abría la casa y me escapaba, Eso le decía mi mamá a mi papá, la verdad es que me escapaba por la puerta de atrás, yo era pequeña y delgada, cabía hasta por los barrotes de las ventanas, era bien abusada pero bien latosa.
Mi casa siempre estaba en construcción, cada año cuando mi papá tenía dinero por las cosechas del campo, lo primero que compraba era material de construcción. El albañil y su chalán trabajaban todo el año, haciendo ladrillos, colando la arena, haciendo andamios, mi mamá ya estaba harta de que esa casa nunca se terminara, porque además todo esto era material de juego altamente peligroso para una niña linda y tierna como yo.
Para mí la diversión era salir a correr y jugar a las escondidillas, mi obligación era hacer mandados, mientras crecía las obligaciones aumentaban, lavar los trastos, barrer, lavar el baño de nuestro cuarto (cabe mencionar que tuve dos hermanas y mi hermanito nunca llegó), cuando mis amigas iban a buscarme para jugar, a mi mamá se le ocurría ponerme a hacer algo, por ejemplo lavar ventanas, y no darme permiso, porque yo tenía que ser “acomedida” y hacer más de lo que se me pedía (ese era su argumento); mis amigas me ayudaban para acabar rápido e irnos. 
En tiempo de lluvia se hacía una laguna en nuestro patio, observar y corretear sapos era divertido, hasta que alguien dijo que era peligroso; hacíamos barquitos de papel para mirar cómo se los llevaba la corriente de la calle y nos mojábamos en los chorros de agua que caían de las casas, a veces abríamos la boca y tragábamos de esa agua. 
En temporada de estiaje los chamacos hacían papalotes; para volarlos me condicionaban a traerles hilo, a veces se los pedía a mi mamá y ella me los daba, otras veces no se los pedía, pero los papalotes siempre volaban. 
Era feliz, hasta que mi mamá decidió traerme limpia y peinada; me prohibió mojarme en la lluvia, enlodarme, tocar sus hilos, y por supuesto salir a jugar.
A mis ocho años toda la propiedad estaba bardeada, yo ponía sillas para subirme y caminar por el filo de la barda, de ahí subía a los árboles y hacía contorciones en las ramas más altas; soñaba con los trapecistas del circo y las gimnastas que a veces veía en la televisión de mi abuela.
Cuando iba a los mandados me fijaba que un coche viniera muy rápido para atravesarme la calle corriendo, al revés de cómo me había enseñado mi mamá. 
Un día mientras regresaba de comprar tortillas me sorprendió un huracán,  yo abrí los brazos, era tan flaca que sabía que iba a volar, pero el peso de las tortillas no lo permitió;  los rayos caían muy cerca, eran luminosos y estruendosos, me llamaban a ir con ellos, y quería ir, pero si iba, sabía que no regresaría por mi voluntad y que mi mamá me iba a dar una buena paliza cuando me encontrara, así que desistí de volar por los aires, sólo hubiera bastado soltar las tortillas, o dejar que me cayera un rayo. 
A veces sólo el miedo te protege… miedo a que te peguen, miedo a que te regañen, miedo a que se preocupen por ti, miedo a que te extrañen si te roba el viejo del costal o que sufran si te mueres por mensa.
Pues aquí sigo… viviendo y muriendo un poco cada día, mis instintos suicidas cesaron un día que me aventé de una pequeña barda y cuando caí al piso me dolieron las rodillas.