Aquel lunes de finales de mayo
el sustituto de Dios, Bukowsky,
me enviaba su musa, entre burbujas mareantes,
con ese look entre Campanilla
y la azafata de la Ruleta de la Fortuna.
Los gatos del barrio confluían en su histérico maullar
a la hora en que la luna se quita
su lencería de nubes y nos diluye
los restos de calenturas de su primo el sol.
Extraterrestres, fantasmas y voces
sin identificar me disparaban relámpagos,
fórmulas indemostrables y otras
teorías sobre la existencia
en forma de versos a medio hervir.
¡Yo no soy tan poeta!, les decía.
Mejor enviadme un millón de euros.
Pero no. ... Sucedía que los sueños se escapaban
del sitio de los sueños;
aviones llenos de incoherencias, gurús
cuánticos, interrogantes, modelos de Victoria\'s Secret,
duendes y tipos raros aterrizaban en el jardín.
Y yo, juro, no sabía cómo dotar de lirismo
o belleza a tal tsunami
de extraños y caóticos elementos.
Me quejaba, me indignaba e insistía
(y es que ni el mismísimo Baudelaire
en pleno viaje psicotrópico
haría algo decente con ello)
¡Qué van a pensar de mí mis lectores!
¿... y mis colegas del bar, y mi madre?
Entonces, de repente, Bart, mi querido can
-poeta realista donde los haya-
dio su opinión con un tajante ladrido
traducido como:
Abre la nevera, coge una cerveza y escribe
unos versos de los tuyos a esa triste rosa
que por alguna misteriosa razón
ha salido en el jardín.
Será otra mierda de poema más, pero...
¿qué cosa es la vida sino un jardín
donde alguna vez surge una rosa especial
gracias a los cadáveres y a las cagadas
de otras rosas y tanto diosecillo suelto?